XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

Amistad

    Javier Esteve, 15 años

Colegio Iale (Valencia)

Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, ocurrieron así:

Tengo que remontarme al año 2012, cuando tenía diez años. Era un chico muy feliz porque disfrutaba de una familia maravillosa, unos padres con buenos empleos, un hermano al que quería mucho, un colegio privado donde tenía muchos y buenos amigos, etc. En aquel colegio casi todos los alumnos contábamos con numerosas comodidades (una casa grande, vacaciones, dinero en el bolsillo...) y acceso a la última tecnología. Pero no me di cuenta de que, a medida que íbamos creciendo, la disposición de tantos bienes nos hacía alejarnos de la realidad.

Un día todo cambió. La empresa de mis padres sufrió dificultades y en poco tiempo se fue a la ruina. Cuando me quise dar cuenta, me habían tenido que llevar a otro colegio, público, donde ni los alumnos vestían ropa de marca ni teníamos clases de idiomas ni, mucho menos, la última tecnología. Además, mis compañeros eran distintos a los del otro centro, pues no sentían prejuicios por el aspecto exterior. Eso sí, los mayores maltrataban a los pequeños.

Al principio pasé miedo, porque nunca me había topado con este tipo de personas (en el anterior colegio, la dirección se cuidaba de que no hubiera abusones). Por si fuera poco, durante los primeros días ningún chaval se acercó a hablarme. Ni siquiera la profesora se esforzó por incluirme en alguno de los grupos en los que a veces dividía la clase. Intuí que esa nueva aventura iba a ser complicada...

Caí en la cuenta de que en el fondo del aula estaba sentada una chica de ojos claros y pelo rubio, con la que tampoco nadie hablaba. Cuando el profesor de Geografía e Historia nos encargó un proyecto para hacer en pareja, al momento cada alumno se buscó su contraparte. La chica —cuyo nombre desconocía— y yo fuimos los únicos alumnos que nos quedamos sueltos. Observé su mirada teñida de tristeza. Parecía ausente a todo lo que la rodeaba. Me llamó tanto la atención, que decidí acercarme a ella para conocerla. Le pregunté su nombre, pero ni me miró ni me habló. Llegué a pensar que era de otro planeta, hasta que oí su voz suave:

–Me... me... me llamo La... La... Laura y te... tengo diez años.

Me sorprendí ante aquella forma de hablar, pero al mismo tiempo me hizo sentirme muy bien, porque había conseguido su respuesta. Poco a poco nos hicimos amigos. Me contó que por su tartamudez se sentía rechazada, que los demás se reían de su forma de hablar. Me invadió la rabia y la necesidad de ayudarla. Desde ese momento nos hicimos inseparables.

Después de unos meses, Laura decidió acudir a un logopeda para solucionar su trastorno. Me enfadé y le dije que todas las personas tenemos algo que nos caracteriza y nos hace especiales.

Pero Laura estaba decidida a empezar las sesiones y así lo hizo. Yo, como amigo suyo, la ayudé, aunque no estaba de acuerdo. Le sugerí que se enfrentara a un tratamiento de hipnosis. Le gustó la idea de paliar el tartamudeo sin arriesgarse con efectos secundarios.

Algunas tardes la acompañé a la consulta.

Un día entró en clase y me saludó:

—Hola, Miguel, ¿cómo estás?

Y sentí que la amistad nos llena de recompensas.