XV Edición
Curso 2018 - 2019
Andrea Llorente
Elena Alcaide, 16 años
Colegio Ángel de la Guarda (Alicante)
Llegó corriendo por el descansillo, con la frente perlada de sudor por la escena que acababa de presenciar. Trató de tranquilizarse, apoyada contra la puerta principal de su apartamento, que acababa de cerrar a cal y canto. Cuando consiguió calmar su respiración, se asomó por la ventana con el corazón en un puño para asegurarse de que la calle estaba vacía. No la habían seguido.
Fue en ese momento cuando se sorprendió a sí misma con una pistola en la mano. Era el arma con la que acababa de matar a un hombre. Conmocionada, se fue a su habitación, para encontrarse encima de su escritorio un abultado sobre que no recordaba haber dejado allí.
Con pulso tembloroso se acercó cautelosamente al escritorio, alcanzó el sobre y lo abrió con recelo. Lo que vio en su interior le produjo una extraña mezcla de alegría, intriga y miedo. Se trataba de una generosa cantidad de dinero, demasiado para una chica sencilla como ella. Acompañando a los billetes, había una nota:
Recibirás el resto de la recompensa cuando hayas terminado los trabajos pendientes. Reúnete conmigo donde siempre, el próximo martes a las tres de la tarde.
Andrea no supo cómo reaccionar. Se dejó caer sobre la cama y, sin quitarse el vestido, no tardó en dormirse.
A la mañana siguiente se sorprendió a sí misma tendida sobre la cama con la ropa de la noche anterior. Se levantó apresurada y se miró en el espejo que había detrás de su puerta. No se reconocía a sí misma. Apenas unos meses atrás no se le habría ocurrido imaginar que pudiera transformarse en aquello. Era una chica de familia humilde que había llegado sola a otra ciudad para comenzar su carrera de Bellas Artes, un año atrás. Ahora, a unos pocos meses de cumplir los veinte, se veía como una persona totalmente distinta a la que había cruzado el umbral de aquella puerta por primera vez. Había perdido todo contacto con su familia y ya no era la chica alegre que sonreía por cualquier motivo. Su existencia se había ensombrecido.
No estaba segura de si lo que hacía estaba bien, pero estaba dispuesta a hacer lo que fuera con tal de conseguir el dinero que necesitaba para pagarse la universidad, porque no era suficiente el sueldo que le pagaban en “Flamenco”, un antro de la zona baja de la ciudad, donde trabajaba. Por eso se repetía una y otra vez que lo que había hecho no era para tanto.
Se cruzó con aquel individuo unas semanas atrás. Era un hombre refinado, de elegante porte y cuidado bigote. Paseaba siempre por el parque, apoyado en un fino bastón que era más adorno que necesidad, de camino al trabajo bajo la sombra de los árboles. Coincidieron en el reservado de “Flamenco”. No era un local virtuoso, pero Andrea ganaba un dinero honrado a cambio de limpiar la sala.
Poco después se toparon en un cruce cuando la chica iba a la facultad. A ella aquella cara se le hizo familiar. No dejó de darle vueltas a aquel encontronazo durante toda la mañana.
Por la tarde, apenas entró en su apartamento recibió una llamada de teléfono que esperaba desde hacía días. Una misteriosa voz masculina habló al otro lado de la línea:
—Señorita Llorente, me gustaría verla en diez minutos en la terraza del café de la esquina de la calle Reyes Católicos.
Andrea apenas pudo reaccionar, pues el hombre colgó súbitamente. Cogió las llaves y bajó a la calle para dirigirse hacia lo que posiblemente sería la peor decisión de su vida.
Llegó con la respiración agitada, pero a tiempo, al lugar donde la acababan de citar. El café estaba vacío, a excepción de una mesita de la terraza, apartada del resto. En ella estaba sentado un hombre alto con una gabardina color beige. Al verla se puso en pie, para irse en la dirección opuesta a la joven, que reparó en un pequeño paquete sobre la mesa. Lo cogió intrigada, pero prefirió abrirlo en su casa, lejos de todas las miradas.
En el interior del paquete se encontraba una foto de su víctima, una larga lista de datos personales y la razón de por qué debería matarlo, que le serviría de excusa para mantener su conciencia tranquila. Pero se le formó un nudo en el estómago cuando reconoció en aquella foto al hombre del bigote y el bastón. Se trataba de un concejal poco conocido, corrupto y con oscuros secretos a sus espaldas.
A partir de ese día comenzó a seguirle por el parque, a ver hacia dónde se dirigía. Aprendió cuáles eran sus gustos y qué sitios frecuentaba. El hombre no reparó en ella.
Una noche, después de haber llovido, el elegante caballero salió de “Flamenco”, a donde había acudido a tomarse unas copas con sus amigos. Al torcer una esquina, cayó en la cuenta de que alguien le seguía. Reconoció a la limpiadora del antro, que portaba una pistola con la que le estaba apuntando. Un disparo seco se mezcló con el rumor de los coches.
Una semana después el teléfono de Andrea volvió a sonar. Era la voz de la última vez.
—Señorita Llorente, le recuerdo que es martes. Le veré a las tres, donde siempre.
La historia se repitió: la terraza, las mesas, el hombre de la gabardina y un paquete con nuevos datos.
Esta vez se trataba de una mujer viuda con dos hijos. Trabajaba para el gobierno y había proporcionado cierta información a quien no debía. Decidió buscar a la mujer, seguirla, conocer sus gustos y quehaceres. Igual que con aquel hombre.
Una mañana llegó hasta el mercado siguiendo a la viuda y allí la perdió. Se entretuvo en los puestos que había a su alrededor y no pudo reaccionar cuando sintió que alguien tiraba de ella hacia un lugar apartado.
—Ándate con cuidado, niña —le advirtió la mujer—. Sé quién eres y para quién trabajas. Sé también que andas detrás de mí y que pretendes que acabe como aquel hombre. Te lo diré sólo una vez: déjanos en paz a mí y a mi familia, o seré yo la que vaya detrás de ti.
Acto seguido, se dio la vuelta y desapareció entre la gente. Andrea se sentía entre la espada y la pared. Sabía cuáles eran las reglas del juego: si volvía a acudir al café, se vería obligada a actuar. De no ser así, aquel hombre acabaría con ella.
Tenía mucho que pensar antes de hacer el siguiente movimiento.