III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Ángel

Irene Tor Carroggio, 15 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

    Se llamaba Ángel, y le conocí un domingo en su casa. Fuimos a la iglesia de Santa Eulalia y allí estaba: tendido en el suelo frío, pidiendo limosna y poniendo cara de oveja degollada. Me miró fijamente y después a mi abuela, y musitó algo que no conseguí escuchar pero que debió de sonar lo suficientemente convincente, porque la abuela rebuscó un poco de calderilla en el bolso y echó un par de monedas en la boina que el vagabundo le tendía. Entramos en la iglesia y no pude dejar de pensar en el hombre que dormitaba en la entrada, a plena luz del día. Cuando acabó la misa, salimos. Mientras la abuela hablaba con la pescadera y la florista sobre el “horrible vestido” de la panadera, me acerqué a aquel hombre.

    -Hola guapito –me saludó-. ¿Tienes algo para el viejo Ángel?

    -No, señor.

    -Bueno. Entonces, ¿qué quieres?

    -¿Puedo sentarme?

    Y es que tenía unas ganas locas de probar aquel colchón que, aunque manchado de polvo y de café, parecía cómodo.

    El mendigo arqueó una ceja y me hizo un hueco. Me senté en la esquina y por primera vez me atreví a mirarle a la cara. Era un hombre de unos sesenta y pocos años, aunque él me aseguró no tener más de treinta. Mostraba una piel muy morena y una quemadura que le atravesaba media cara, de jugar con lo que no debía, me aseguró. Sus ojos eran muy pequeños, como dos guisantes y sus labios finísimos susurraban las palabras más bellas del mundo. Vestía un pantalón desgastado y un chaleco de rombos harapiento. Olía a naftalina y a licor de manzana con algo un poco más fuerte, el perfume de la calle, me dijo.

    -¿Y qué hace usted cada día?

    -Bromeo con el sol y juego con la brisa.

    -¿Y esa carrera, dónde se estudia?

    -nos años en la esquina de una calle, otros en la playa... Pero no te creas, es un trabajo duro. Hay mucha competición y el sueldo no es el mejor.

    -¿También yo puedo hacerlo?

    -Claro, hombre.

    Me recitó dos poemas de Lorca y me aseguró que si me portaba bien, me llevaría a conocer a un burro llamado Platero, pero no debía asustarme, porque Platero ya estaba muy viejo y rebuznaba a los desconocidos.

    De pronto sentí que alguien me tiraba de la manga de la camisa. Era la abuela. Estaba enfadada de verdad.

    -¿Se puede saber qué haces ahí sentado? ¿Sabes la porquería que se acumula en esta gen… en estos sitios? -y cerró los ojos mientras un escalofrío recorría su cuerpo-. Vámonos.

    -Anda, vete –me dijo Ángel, el mendigo, guiñándome un ojo-. Cuando quieras, ven a inscribirte en mi universidad. Y que usted, señora, siga así de hermosa -y levantó la botella, ya vacía, en un amago de brindis.

    La abuela me arrastró hasta la esquina y me hizo prometer que no volvería a hablar con “aquel individuo”. Mientras volvíamos a casa, me volví para mirarle de nuevo. Allí estaba, echado en el colchón. Pensé que, quizá la semana que viene, con un poco de suerte, podría acompañarle para conocer a Platero.