VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Aquel temido escenario

Pilar Martínez, 13 años

                 Colegio Montespiño (La Coruña)  

Ya no aguantaba más tiempo quieta, pero no me podía mover. Con toda aquella gente pendiente de nosotras, no podía. Se darían cuenta. Probablemente también se habían dado cuenta de que llevaba un buen rato manoseando una bola antiestrés entre mis dedos que, muy acertadamente, me había recomendado mi madre. Ella sí que sabe lo que me conviene... Pero esta vez se había quedado corta con el remedio para mi nerviosismo. Era algo incontrolable y muy desagradable.

Me sudaban las manos y la frente. Me costaba respirar. Pero lo más desagradable era el gusanillo en la tripa, como el que sientes cuando desciendes a toda velocidad de una montaña rusa. Si antes me creía una persona segura, ahora ya tenía mis dudas.

Y lo más frustrante era mirar a mi alrededor. Todas mis amigas estaban tranquilas y hasta alguna sonreía. No me podía creer que estuvieran tan contentas y seguras. Sí. Eso era lo que yo necesitaba: seguridad.

Pero lo que pasó después no me ayudó mucho, la verdad. Estos días me encontraba algo resfriada, pero jamás me imaginé que... De haberlo supuesto, hubiese ido al médico cuando papá me lo sugirió, porque me dio un ataque de tos. No podía parar. Todo el público se giró para ver mi cara enrojecida por el esfuerzo que hacía al toser.

Cuando por fin mi garganta se decidió a dejar de ponerme en ridículo, estallé en un sonoro estornudo que provocó más risas a mi alrededor. Pero el barullo cesó a tiempo de oír a la presentadora anunciar, con una sonrisa, nuestro número.

Nos levantamos y comenzamos a caminar en dirección al escenario. Íbamos nerviosas, pero yo más que ninguna, de eso estaba segura. El público aplaudía intentando transmitirnos una seguridad y un ánimo de los que en esos momentos carecíamos. De todas formas, el público seguía aplaudiendo con fuerza, aunque no lo suficiente como para silenciar los latidos de mi corazón, que escuchaba por encima de aquel estruendo.

Cuando ya estábamos en el escenario, llegó el momento de situarnos. Sin darme cuenta, presa de los nervios, me senté en la silla del guitarrista, quien con una seña indicó el semicírculo donde debía situarme y donde me aguardaban, entre risas, mis compañeras. Sin levantar la vista del suelo, me dirigí avergonzada a mi sitio.

Cuando empezó la melodía, no abrí la boca. Ya no me apetecía cantar y aunque percibía que mis padres me animaban desde las gradas, sabía que nada podría cambiar mi determinación. Se acercaba el momento de mi solo y no quería hacerlo.

Cuando me atreví a levantar la vista, me fijé en una silueta que se acercaba desde el fondo de la sala. Era mi hermano. ¿Qué hacía ahí? Había venido a verme, desde tan lejos… No podía defraudarle porque siempre había confiado en mí. Además, él no había presenciado mis meteduras de pata y sólo le quedaría el recuerdo de mi actuación. Debía cantar como nunca lo había hecho.

Tomé aire, me acerqué al micrófono con decisión y empecé a cantar. Y por la expresión de sus ojos, mi voz debía de sonar muy bien, mejor que nunca.