V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Arena cálida y suave

Marta Cabañero, 14 años

                Colegio IALE (Valencia)  

Las figuras de dos mujeres y un niño se adivinaban entre los destellos del desierto. Habían caminado durante dos días sin descanso. Perseguían su última esperanza, la única razón por la que se aferraban todavía a la vida: Rabat.

Llegaron a la ciudad fundiéndose entre la multitud de gente de piel cobriza que se dirigía apresurada a sus casas para pasar la noche. El niño miraba todo con ojos curiosos. Siempre había sido demasiado despierto para su edad.

-¿Podemos comprar algo en los tenderetes? –preguntó.

-No, Hassan. Debemos guardar nuestros ahorros para el barco –replicó su madre mientras le asía fuertemente la mano.

<<Otra vez el dichoso barco>> pensó. Por su culpa había tenido que abandonar a sus amigos, a su aldea, a su pueblo...

Anduvieron por las calles zigzagueantes y estrechas de Rabat, hasta que llegaron al puerto. Ya era medianoche. Se detuvieron inquietos, esperando la señal.

Al cabo de unos minutos apareció un hombre con un turbante rojo. Respiraron aliviados. Los tres: la madre, la tía y el propio Hassan sacaron dinero del bolsillo.

El hombre se les acercó indiferente e inexpresivo, y les quitó los billetes de las manos.

-Venid –ordenó.

Hassan no sabría decir cuánto tiempo transcurrió mientras lo seguían por las interminables callejuelas del zoco, tan intrincadas. Tenía miedo. Su madre le dijo que se dirigían a <<un lugar bonito y libre, donde nunca más tendrás que sufrir por trabajar>>, pero el niño no se lo terminaba de creer. No podía existir tal sitio.

Por fin el hombre del turbante se detuvo delante de una casa cochambrosa, situada justo a la vera del mar. Entraron y lo que vieron les dejó impresionados: cincuenta personas con mirada triste y desesperada se encontraban hacinadas en la estancia.

-¡Bien ya estamos todos! ¡Al barco! –anunció el que parecía el jefe.

Hassan se aferró al brazo de su madre mientras seguían a la multitud. Eran los últimos, y eso le inquietaba.

Uno a uno fueron subiendo a la barcaza, que era de madera y bastante más grande que una canoa. Pero, ¿cómo iban a caber todos allí?

Cuando su madre iba a saltar para alcanzar la patera, el jefe gritó.

-¡Eh, un momento! ¡El dinero!

-Se lo dimos a aquel hombre del turbante rojo –tartamudeó la mujer, señalándole.

-Mohammed, enséñame lo que te ha pagado esta gente –ordenó el jefe.

El hombre sacó el dinero del bolsillo: ¡era la mitad de lo que le habían entregado!

-¡Está mintiendo! –exclamó la tía de Hassan.

-Mintiendo o no, solo puede zarpar una persona –declaró- ¿Cuál de los tres?

Su madre lloraba desconsoladamente. En ese momento, Hassan lo supo: se iría él solo.

-¡No! ¡No! –gritó mientras su tía lo empujaba hacia dentro del barco.

Unas manos lo agarraron por detrás y le obligaron a sentarse. Las lágrimas nublaban sus ojos mientras veía a su familia en el puerto. El hombre del turbante y el jefe se metieron dentro y soltaron la amarra.

Hassan seguía gritando incluso cuando las siluetas de su madre y su tía se confundieron con la noche. Finalmente, una mujer lo sentó en sus rodillas y lo calmó. Sin darse apenas cuenta se quedó dormido.

Se despertó sobresaltado y miró a su alrededor. Los hombres de la patera estaban en pie e intentaban remar con las manos. El barco se movía peligrosamente: parecía que se iba a dar la vuelta en cualquier momento.

Hassan miró a izquierda y derecha. A menos de tres kilómetros divisó tierra. La tierra que su madre le había prometido.

Y pasó. Una ola inmensa les cayó encima y después otra y otra. La patera volcó y sus ocupantes se hundieron en la oscuridad del mar. La mayoría no sabían nadar. El hombre del turbante rojo peleaba por resistir, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Hassan se cogió con fuerza a un trozo de madera mientras pudo, pues una nueva cadena de olas lo zarandeaba sin piedad.

Dio vueltas sobre sí mismo, tragó grandes cantidades de agua. Pero él si sabía nadar. Había aprendido en el río que pasaba por su aldea.

Durante un día entero estuvo flotando a la deriva, hasta que llegó a una playa. Con la poca consciencia que le quedaba, tocó la arena…

<< No es tan diferente de la de Marruecos. Quizás, un poco más cálida, un poco más suave, un poco mejor… ¿Será una señal?>>. Y perdió el conocimiento.