III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Ariadna

María Rueda, 15 años

                 Colegio Los Tilos (Madrid)  

       Empezaba a molestarme el sol abrasador que me quemaba la piel. Estaba sentada en un banco de piedra de un pequeño jardín, durmiendo placidamente. Una voz me despertó: era mi madre. Me encaminé hacia los rosales que podaba con mimo. Al contemplarla se notaba en seguida que no era feliz: tenía unos ojos preciosos, pero sumidos en una tristeza profunda. Su desdicha se debía a los dioses, que nos habían mandado un castigo porque mi padre se había negado a sacrificar un toro: ellos hicieron que mi madre engendrara un hijo mitad hombre mitad toro. Mi padre, en venganza, hizo que encerraran a la bestia en un laberinto construido por el mismísimo Dédalo, el mejor arquitecto de Creta.

       Cada día la ciudad se marchitaba como una flor a la que ya casi no le quedaran pétalos, hasta que una mañana llegó un muchacho que cambiaría mi destino y el de Creta: Teseo. Era casi todo un hombre y deseaba probar su fuerza enfrentándose a Minotauro. Su petición fue rechazada por Dédalo. El laberinto que había construido era tan complicado, que nadie que hubiese entrado podría salir de él.

       El día de mercado era mi preferido, pues podía salir de palacio y visitar a los vendedores para ver que mercancía traían. Por las calles se respiraba un ambiente festivo. En una plazoleta me encontré con Dédalo. Le saludé con un ligero movimiento de cabeza. En su mirada había algo diferente, como si estuviese hechizado. Intrigada, me acerqué a preguntar qué le pasaba. Me confesó que estaba envenenado. La gitana que echó sobre él un sortilegio tenía el antídoto. Fui a visitarla. Llamé a su puerta. Era una anciana de pelo largo y canoso. Le expliqué el problema de Dédalo, me contestó que necesitaría un membrillo especial, hechizado. A cambio de todo el dinero que yo llevaba encima, me entregó un pequeño fragmento de la fruta.

       Cuando llegué a casa de Dédalo, escondí el membrillo. Antes necesitaba conocer el secreto del laberinto. Después le entregaría su cura. Desesperado, me ofreció una madeja hechizada que se encontraba en una caja de cristal. Le di el membrillo a cambio del ovillo mágico.

       Me aproximé al jardín para esperar a Teseo. La madeja brillaba y yo intentaba descifrar su color exacto, pues encontraba en el hijo restos de azul noche, el amarillo del sol de media tarde… Entonces mi madre me preguntó si quería ir al sacrificio del dios Eolo. Le contesté que iría otro día. Ella se marchó, dejándome sola.

       De repente, un fuerte viento cruzó el jardín. Se me cayó el ovillo dentro de los rosales. Fui hacía las plantas, introduje la mano dentro de ellas y no encontré ni rastro de la madeja. Saqué la mano con algunos rasguños. Eolo, al no verme en su sacrificio, me mandaba un castigo.

       Otra vez, un aire huracanado, más potente que el anterior me empujó hacía una entrada del laberinto. Me vi dentro, sin el ovillo y con mucho frío, miedo y hambre. Le supliqué a Eolo para que le diera la madeja a Teseo.

Después de un rato, sentada en la arena del laberinto, completamente perdida, aguardaba el momento de oír la voz de Teseo. Al fin llegó. Entró con la mirada rebosante de odio y de satisfacción: iba a matar a la bestia. Me entregó el hilo y se encaminó hacía el interior.

       Sinceramente, estaba demasiado asustada para contemplar la pelea. Pero no me libré del estruendo ensordecedor de las espadas y los cascos del Minotauro. Percibí el olor dulzón de la sangre. De repente, vi una figura acercarse. Un escalofrío recorrió mi cuerpo… Era Teseo. Caminaba con la espada ensangrentada, repleto de sangre y con la cabeza del monstruo sujeta a su mano. Gracias al ovillo mágico, conseguimos salir.

       Mi padre, cuando supo la noticia, se encolerizó, pues la muerte del Minotauro iba a desencadenar en Creta una serie de catástrofes inimaginables. Los dioses se vengarían sobre nosotros. A Dédalo lo encerraron en su laberinto. Yo escapé con Teseo y algunos amigos suyos, gracias a unos disfraces que nos convirtieron en personas más viejas.

       Teseo quería ir a Atenas en barco, pero a mitad de camino me empecé a marear. Anclamos en Nexo. Una vez allí, el muchacho me comentó que dejarme sola para reparar el barco. Intenté disfrutar del silencio y de la brisa marina, cuando un fuerte viento arrasó la playa. El navío se adentró a mar abierto. De repente apareció Eolo todo pálido, como transparente. Entonces comprendí que el favor a Teseo me iba a costar caro. Debía sacrificar el resto de mi vida para honrar al dios del viento. Fue mi perdición.