I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

Arlequín

(sobre el cuadro de
Edgar Hilaire Degas)

Isabel Grábalos, 15 años

               Colegio Miravalles, Pamplona  



     Las bailarinas se retiran con pasitos menudos para dejar adelantarse al pequeño payaso dispuesto a amenizar la velada. Desde el palco les observa un hombre gordo, trajeado de marrón, que fuma un puro. Todo un caballero. Arlequín utiliza un garrote para simular una lucha ridícula. El público ríe, no sabe hacer nada más. Poco después el caballero sale a escena para agradecer la afluencia a su espectáculo.

     Creyéndose gracioso, comenta que no sabe cómo pueden reírse tanto con un actor tan tonto. El auditorio corresponde a la broma. El payasito frunce el ceño unos metros más atrás. Del bolsillo del dueño del antro asoman unos billetes, de los cuales ninguno irá a parar a los artistas. El bufón se adelanta, ya no aguanta más la humillación de cada noche, sin ninguna clase de compensación:

     -¿Cuándo vas a pagarnos?

     El gordo abre mucho los ojos, sorprendido.

     -¡Eso no se pregunta delante de la clientela!

     ¡Paf! Un garrotazo se descarga sobre sus blandas espaldas. El público cree que debe reír. El palo cae de nuevo sobre su gran estómago y su retaguardia. El hombre se desploma en el suelo, como vencido en la desigual pelea. Las bailarinas se despliegan espantadas sobre sus delicadas puntitas, no se sabe si es por miedo a la repentina locura de su compañero, o giran sus caritas para no ver el espectáculo. Arlequín levanta la estaca por encima de su cabeza.

     -¡Es la guerra! -grita jocosamente, sin olvidarse de representar su papel, quizás por última vez, los labios torcidos en una mueca triste, amarga parodia de sonrisa. Total, la suerte está echada.

     Los espectadores ahogan la sonrisa que ya afloraba en un sonido estrangulado. La figura del suelo gime ante la lluvia de golpes. Alguien da la voz de alarma. Se oyen pasos apresurados. Sirenas y voces autoritarias. La sala es desalojada. Unos hombres agarran a Arlequín por detrás y se lo llevan pataleando y gritando frases inconexas en las que se mezclan la desesperación, la rabia, el miedo, la mugre de los barrios más pobres de París e, incluso, el nombre de una de las muchachas que se abrazan asustadas en la parte trasera del escenario.

     Vuelve la calma. En la estancia ya sólo quedan las bailarinas que aún permanecen en el fondo del escenario. Una de ellas se apoya en el decorado, aliviada. Gracias a Dios, ya nunca tendrá que volver a soportar la explotación del tirano. Otra llora. No sabe si volverá a ver al pequeño payaso.