III Edición
Curso 2006 - 2007
Asesino
Irene Tor Carroggio, 15 años
Colegio Canigó (Barcelona)
-Portazo.
-Esa es la banda sonora de la película de mi vida.
-Silencio.
-Música celestial para mis oídos.
-Odio.
-No sabía que lo que siento cada día tuviese nombre.
-Amor.
-No creo en él.
-Rencor.
-Nunca. La venganza es el arma para luchar contra él.
-El perdón.
-Consuelo de tontos.
-Mentira.
-Aliada de los cobardes y, por supuesto, mía.
-Dios.
-Cambiemos de tema, si no le importa.
Anna Byril suspiró agotada. Levaban más de dos horas en aquella minúscula habitación de la comisaría de policía de Munich y todavía no había conseguido nada de aquel individuo de grandes ojos marrones, cejas pobladas y cara de póker. No sabía qué quería exactamente de él. Era sospechoso de haber cometido tres homicidios. Tres mujeres asesinadas. No buscaba la confesión de los crímenes, sabía de sobra que no la obtendría, por mucho que el comisario Hardy se empeñase en presionarle hasta rozar los límites de la tortura psicológica, no conseguirían nada de él. Sorbió un poco de café, ya frío, miró al impasible asesino y prosiguió resignada con el test.
-Vergüenza.
-Es lo que, según ustedes, debería sentir por lo que, según ustedes, creen que he hecho.
-Así no avanzamos, señor Hurk.
-¿A eso también tengo que responder?
-Déjese de ironías…
-De acuerdo, yo no maté a aquellas mujeres.
-Pero…
Nada. El hombre frunció el ceño y bostezó. Anna se preguntó si le estaban tomando el pelo o si, de verdad, se habían equivocado de hombre. Se levantó y abandonó la estancia de manera brusca. Adoraba su trabajo, pero era en momentos como estos en los que se planteaba en qué consistía realmente su labor: si en encontrar culpables o en buscar inocentes que paguen el pato. Ensimismada en sus pensamientos, no se percató en la presencia del comisario Hardy, que se aproximaba con paso apresurado y de no muy buen humor.
-¿Lo tenemos? -le preguntó mirándola fijamente a la cara.
-¿Qué?
-¡La confesión del psicópata!
-No, no tenemos nada. No suelta prenda. Creo que no es culpable. Deberíamos ponerlo en libertad .
-Es lo único que tenemos por el momento, pero tienes razón. No podemos retenerlo más tiempo. Déjelo en libertad.
***
Adam Hurk estaba intranquilo, se mordía las uñas y se rascaba la cabeza. ¿Habría dejado alguna prueba? No, no podía ser, ni una huella, ni un pelo. Era un experto, lo sabía. Después de esta reflexión se quedó más tranquilo y miró a su alrededor, tomó el vaso de plástico de café de Anna y lo estrujó hasta que sintió las gotas de café frío resbalando por su piel morena. Sonrió. Fijó su mirada en la chica sentada al fondo de la comisaría. Debía ser secretaria. No estaba mal. ¿Aceptaría salir con él? Las tres anteriores lo hicieron. No fue su culpa que acabasen así. Deberían haberse comportado...