XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

Así empezó todo

Isabel Sepulcre, 14 años

Colegio Altozano (Alicante) 

TERESA

Se me habían adormecido las piernas de tenerlas cruzadas y los párpados se me iban cerrando poco a poco antes de volver a abrirlos de par en par, y así, sucesivamente, durante las tres horas que llevaba esperando en un solitario pasillo del hospital.

Me dediqué a mirar a la gente que iba y venía. En un hospital se mezclan tantas emociones e historias... Empecé a imaginarme las situaciones y pensamientos de los pacientes, de los médicos, enfermeras y auxiliares que pasaban a mi lado. ¿Cómo sería su vida más allá de ese edificio? ¿Cómo serían sus familias?

Cuando estoy en una situación no deseada, me alivia creer que nadie tiene una vida perfecta. Es decir, que no soy la única que sufre. En aquellos momentos consideraba que mi situación era no deseada, pues mi madre se encontraba en el quirófano, donde la estaban operando de urgencia para extirparle el apéndice. Las enfermeras me habían explicado que la operación no tenía riesgo ya que —dentro de lo que cabe— era una operación «corriente».

En un determinado momento me quedé dormida en la incómoda silla de la sala de espera. Cuando volví a abrir los ojos, lo primero que vi fue, en la silla de al lado, a un chico un poco más mayor que yo. Tenía las facciones bien marcadas, unos ojos verdes con unas pestañas muy largas, cejas pobladas, cabello castaño y labios gruesos, con el arco de cupido muy definido.

Lo primero que dijo, al darse cuenta de mi indiscreción, fue:

—Eres la hija de María, ¿verdad? Tienes que ir a la habitación 317.

Mi gesto de desconcierto al comprobar que sabía mi nombre habló por sí mismo. Añadió:

—Mi padre está en consulta y tu madre hace un rato que salió del quirófano. Me pidieron los médicos que te lo dijera en cuanto despertaras.

—Gracias —fue lo único que le pude responder.

Avancé por los pasillos con el paso entorpecido por la somnolencia y confusa por lo que acababa de ocurrir. Me detuve frente a una puerta con el pomo metálico. Al tomarlo sentí frío en la mano. Abrí la puerta con el mayor sigilo posible.

—¿Mamá?... ¿Estás bien?...

JUAN

Ella se fue corriendo por el pasillo. Cuando me miró por primera vez, vi en sus ojos color miel un brillo especial. Algo se movió en mi corazón, que hizo que me llegara a plantear volver de nuevo al hospital y acercarme a aquella habitación, para saber más de ella. Me hubiese conformado con su nombre.

Tras unas horas indeciso, decidí volver. No tenía nada que perder. Me inventaría algún parentesco con María para que me dejaran entrar.

Una vez atravesé la puerta principal del hospital, acudí a la recepción. Me atendió una mujer a la que, balbuceando al ser consciente de mi mentira, le aseguré que era sobrino de María. No me hicieron falta más mentiras, porque ella supo a quién me refería, pues había trabajado en el turno de la noche anterior, cuando se presentaron la madre y la hija en urgencias. Me condujo a la zona de hospitalización y me dijo:

—A partir de aquí, continua tú. Habitación 317.

Pedí permiso para pasar. La chica estaba dormida en el sillón auxiliar. Su madre me preguntó en un susurro quién era yo. Me inventé que un compañero del colegio. De ese modo me acerqué a ella y le di un leve golpe en el hombro.

Se despertó e inmediatamente se incorporó. La noté confundida. Le pedí que saliera conmigo al pasillo. Cuando nos quedamos solos, descubrí en sus ojos un gran desconcierto. Al intentar dirigirme a ella, se me atragantaron las palabras. Solo fui capaz de decir un tartamudeante «hola».

—Hola.

—¿Eras tú el que vi ayer al despertarme?

—Sí.

—Y... ¿cómo te llamas?

—Juan —aunque las palabras en mi cabeza parecían claras, al formularlas se me trababan—. ¿Y tú?

—Teresa —dejó pasar un momento en silencio—. ¿Qué quieres?

—Me quedé con ganas de saber, por lo menos, tu nombre —le expliqué lleno de vergüenza, pero seguro de que si no se lo decía en aquel instante no volvería a encontrar una oportunidad—. Y saber si... Si también… Si otro día, en el caso de que sigas aquí con tu madre… te gustaría almorzar o desayunar conmigo en la cafetería.

—¡Claro! Nunca está de más tener compañía en un hospital.

—Me alegro de que opines igual que yo. Hasta mañana.

—Hasta mañana —me despidió.

Me di la vuelta y caminé por el pasillo, con rigidez, hacia la salida. Llevaba la palabra ganador tatuada en la frente. Sentía los ojos de Teresa clavados en mi espalda y mi sonrisa abarcaba de oreja a oreja.

TERESA

Me quedé plantada, sin poder moverme. Mientras Juan se iba por el pasillo, le miraba. Comencé a notar un cosquilleo ante la aparición de algo nuevo, distinto a lo que había sentido otras veces.

Supe que aquel era nuestro comienzo.