XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

Atardeceres 

Elena Contreras, 16 años

Colegio Senara (Madrid)

Con el agudo pitido de la alarma dio comienzo al primer día de vuelta a la rutina. Sin poder combatir la pereza, Laura se quedó remoloneando en la cama. Cuando al fin logró levantarse, fue consciente de que el verano había finalizado y que tenía que olvidar a Jaime.

Se le hacía tarde; no quería dar una mala impresión el primer día de clase. Con prisas se vistió y subió al autobús que se dirigía a la universidad. Ese año comenzaba segundo de arquitectura. Aunque temía el nuevo curso, le consoló pensar en que le esperaban sus amigas, a las que no veía desde junio. Las vacaciones se le habían pasado en un abrir y cerrar de ojos; el responsable había sido Jaime, su amor de verano.

Lo conoció en la playa de su pueblo. Laura estaba sentada sobre una toalla, con las piernas cruzadas, mirando al horizonte. El cielo se había empezado a teñir de rosa cuando el sol estaba a punto de desaparecer. Contemplar el anochecer se había vuelto una tradición para ella. Solía bajar a la playa un rato antes del ocaso para escribir en su diario. 

La llamada de un teléfono hizo que pegara un brinco. Se giró para ver de dónde provenía aquel molesto sonido. Fue entonces cuando su mirada se cruzó con la de un chico, que empezó a responder en un tono muy alto de voz. Laura se dedicó a lanzar miradas enojadas al causante de su irritación, que pareció no darse cuenta. Entonces se puso en pie y se marchó, enfadada por no haber podido disfrutar de su momento.

Al día siguiente no había rastro del chico. Desplegó su toalla, tomó asiento y cerró los ojos, para apreciar mejor el rumor de las olas. A lo lejos escuchó la risa de un niño pequeño que hacía castillos de arena con su padre. Apenas había gente, salvo varias parejas que caminaban por la orilla de la mano.  Al cabo de un rato, notó que alguien la observaba. Al darse la vuelta se encontró con el muchacho de la tarde anterior.

–Te llevo observando desde hace varios días –le dijo él con una sonrisa–. Me fascina cómo te quedas contemplando el atardecer, como si de alguna manera te curase –. Laura se quedó con la boca abierta–. Me llamo Jaime.

Desde ese momento, se volvieron inseparables. Pasaban juntos los días de agosto, organizando todo tipo de planes: hicieron una excursión a la montaña, tomaron helados en la plaza, bailaron en las fiestas, donde Jaime le presentó a sus amigos. Su primera cita formal fue en un restaurante italiano, en el que compartieron una pizza. Se estuvieron riendo toda la velada. 

A Laura le daba miedo pensar en la llegada de septiembre. Nunca había sentido un vínculo tan fuerte con un hombre; Jaime había creado una marca imborrable en su corazón. Su enamoramiento había sido muy rápido, apasionado. Estaba feliz de cómo habían ocurrido las cosas. Sin embargo, los últimos días de vacaciones fueron conscientes de que su relación no podía continuar. Cada cual vivía en una ciudad distinta. No sabían cuándo podrían volver a verse. 

Pasaron su última tarde juntos en la playa, admirando el atardecer. Al día siguiente, entre lágrimas, se despidieron en la estación de autobús. 

Un frenazo hizo que Laura volviese a la realidad. Había llegado a su parada. Estaba lista para enfrentarse a su primer día de clase. Una masa de alumnos se aproximaba a la escuela de arquitectura. Cuando llegó al pasillo, apenas podía avanzar. De pronto recibió un golpe. Alguien se había chocado contra ella, empujándola al suelo. Se apresuró a levantarse y cogió la mano que le habían tendido para ayudarla. Al alzar la mirada sólo pudo decir, asombrada: 

–Esto no me puede estar pasando.