XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

Avión de papel

Mónica Perea, 17 años

              Colegio Zalima (Córdoba)  

La tinta se deslizó suavemente sobre la superficie blanca del papel. Tras escribir el mensaje, dobló el folio y lo trasformó en un avión.

Se levantó para dirigirse a la ventana. Giró el pomo y contempló el paisaje con una dulce sonrisa. Se preguntaba cuándo sería la última vez que vería aquello. Entonces observó con firmeza el papel y, sin titubeos, lo lanzó fuera de las cuatro paredes que lo encerraban.

—Vuela y conquista el corazón de alguna persona —le propuso.

Dicho esto, cerró la ventana y volvió a sentarse en la cama blanca del hospital. Aunque la sonrisa no se le había borrado, un tropel de lágrimas empezó a asomársele. Le hubiese gustado poder volver a ver el paisaje el día de mañana.

***

Daniel llegaba con el tiempo justo al trabajo y quedaban unos segundos para que el semáforo se pusiera en rojo. Entonces cruzó a grandes zancadas el paso de peatones. Era un hombre perfeccionista que no conocía el fracaso. Todo lo que hacía debía ser, a su parecer, perfecto e impecable .

A las ocho, ni un minuto más, ni un minuto menos, se encontraba en su puesto de la oficina, con todos los materiales ordenados sobre su mesa, listo para trabajar.

Eran las tres del medio día cuando salió del trabajo. Estaba parado frente al semáforo y miraba los alrededores para distraerse. Un objeto en la copa de un árbol no muy alto llamó su atención. Su color blanco resaltaba entre las hojas. Quería saber qué era, pero el semáforo acababa de ponerse en verde y el resto de los peatones había empezado a cruzar, así que decidió ignorarlo y siguió su camino.

Pero a partir del inicio de esa tarde, siempre que se detenía en el semáforo desviaba la mirada para posarla en el objeto enganchado al árbol. No se atrevía a cogerlo porque el contraste de colores le parecía hermoso.

Un día, al salir del trabajo se encontró el objeto en el suelo. Pensó ignorarlo, pero en seguida cambió de parecer y lo tomó entre las manos. Era un avión de papel, perfectamente plegado. Al mirarlo de cerca, observó que tenía escritas unas palabras en tinta azul. Decidió llevárselo a casa para leer allí el contenido.

Cómodo en un sillón y picado por la curiosidad, lo desdobló. A simple vista parecía una carta. Tomó su taza de café y dio un sorbo.

Empezó a leer .

Mi lector desconocido :

Mi nombre es Azahara y desde hace cuatro años vivo en un hospital. Decidí escribir esta carta porque me siento sola, encerrada en las cuatro paredes de mi habitación. No tienes que venir a visitarme ni contestar mi carta. No quiero tu pena. Pero quiero que me hagas un favor: vive la vida con intensidad, antes de que se te acabe.

Supongo que mi consejo te parecerá una tontería, que te queda mucho tiempo por delante. Quizás creas que tu vida es perfecta. ¿Es así?... ¿Por qué no te contestas cuándo fue la ultima vez que te paraste a disfrutar de la vida, cuánto hace que no pasas tiempo con las personas que te importan, si sigues trabajando con las mismas ganas que la primera vez, si te acuerdas cómo lucen los paisajes nocturnos?

Te soy sincera: mi vida se acaba y, a cambio, quiero que la tuya siga con la misma intensidad con la que yo estoy a punto de despedirla.

Las manos de Daniel temblaban. Releyó la carta una y otra vez. Se acababa de dar cuenta de que su vida no era tan perfecta como juzgaba hacía unos momentos. Es más, se preguntó si no podría decirse todo lo contrario. Vivía bajo una coraza de falsa perfección, sin disfrutar de aquello y aquellos que merecían la pena .

Miró el remite, que se encontraba en la parte posterior del avión de papel. Era un hospital cercano a su casa.

* * *

Echó a correr por los pasillos del hospital, ignorando las quejas de los enfermeros, y se detuvo ante la habitación 201. Abrió la puerta sin molestarse en pedir permiso. Tumbada en una cama, con expresión serena, se encontraba una mujer agonizante.

—Gracias… —balbuceó Daniel— por lanzar el avión de papel. Me has ayudado a abrir los ojos.

Una sonrisa suave se prendió en el rostro de la enferma. La mirada ilusionada de aquel hombre era más hermosa que cualquier paisaje.

—Mientras mi vida acaba, la tuya empieza —fueron sus últimas palabras.