I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

Bailarinas

Sara Gutiérrez, 17 años

                  Colegio San Agustín, (Madrid)  

     Azucena las vio bailar, embobada.

     Observó como se burlaban, cómo se retorcían hasta lo imposible con ese candor y ese color salvaje, las vio danzar ante sus ojos en destellos de luz, de magia, de furia. Sintió la libertad de sus movimientos y la profundidad de sus contorsiones, la pureza de sus formas...

     Las vio bailar con el alma.

     Y con pasión.


 

     -¡Azucena!, ¡nos vamos!

     Su madre la buscaba exasperada por toda la casa. Rezongaba por esto, por lo otro y por lo de más allá.

     -Qué niña del demonio. ¿Dónde narices se habrá metido?

     Pero sobretodo rumiaba por aquel final fatídico en el que acababa siempre su visita en aquella casa. Timbre, saludos, ¿cómo estáis? ¡ah, te veo más guapa! ¿la niña? ¡uy, la niña, qué mayor está ya!... Cortesía concentrada en terrones de azúcar... ¿Y lo demás?, lo demás bien, gracias, ¿café?, sí, con leche claro, sí, sí, claro, que la vida ya es demasiado oscura a veces, ¿no?... Risas, siempre había risas cortantes, con el filo forzado... Y el trabajo, ¿qué tal? ¿te va bien? ¿qué trabajo? ¿cuál de todos?... Silencio... bueno, ¿y Julio, cómo está? ¿se puso la bufanda que le mandé? La hice a mano, ¿sabes?, hace dos años que se fue, ah, perdona...Más silencio...es que se me olvida, ya lo sabes, tengo memoria de cristal, y claro, sí, claro, lo comprendo, y por cierto, la bufanda la tiró al primer cubo de la basura que se encontró...Y entonces era cuando se sucedían las proposiciones incómodas y los cambios de tono. También había gritos y el ruido de la porcelana del café, un perfecto ejemplo de saturación... Oye, mira, creo que deberías recapacitar respecto a eso, ¿el qué?, pues eso, esta casa es grande, demasiado tal vez para alguien como yo y bueno, no sé, tal vez en las vacaciones podrías pensártelo, porque Azucena estaría muy bien aquí, yo sé que lo sabes, está creciendo y bueno, un piso de esos con pocos metros cuadrados como en el que vivís no es gran cosa, que por ser, más bien, yo diría que es una ratonera y, en fin, que podrías dejar que yo me encargara de ella un tiempo, no, ¿no? ¿no a qué? No a todo, ¿por qué?, porque no, pero si sabes que tengo razón, he dicho que no, pero mujer, dime al menos una razón, es mi hija y yo soy su madre y decido que no, y punto, no te pongas pesada, qué intransigente eres siempre, ... , pobre Azucena, va a perder la infancia entre colegios de mala fama y muñecas destartaladas, qué sabrás tú, que eres una mala madre, ¡basta!, ¡eso no te lo permito!, ¡ no, no te lo permito!, es la verdad, ¡cállate!, no voy a permitir una sola vez más que tú me acuses de ser mala madre, ¡maldita cínica!, siempre acabamos discutiendo por lo mismo, ¡por tu culpa!, ¡joder, por tu culpa!... Se levantaba con violencia del silloncito del salón y salía corriendo a buscar a su hija y marcharse cuanto antes. Aunque ella odiaba aquellas visitas, consideraba que no sería bueno para Azucena crecer sin ver a su abuela..., al menos un par de veces al año, así que lo hacía. Tragaba humillaciones, reproches y puñaladas mudas por aquel abrazo y aquel beso en la mejilla que se daban Azucena y su abuela; aunque nunca cruzaran más de tres frases. Así era la vida, una vez tras otra y vuelta a empezar.

     Por todo lo que bullía en su cabeza, no consiguió encontrar a su hija y se perdió entre las habitaciones llenas de polvo y los pasillos de oruga.

     Su abuela la encontró antes, con esa intuición sacada de una chistera o, por que tal vez conociera mejor su propia casa. Azucena, enfrente de la chimenea, observaba el fuego con cierta sonrisa de anhelo. Ella, por su parte, se sentó en una butaca cercana, callada, oliendo aquel discreto aroma a claveles que siempre reinaba en esa habitación. Ni preguntas sobre su madre, ni sugerencias manipuladoras. Simplemente callada, con sus arrugas de por medio y una niña a la que adorar con la mirada.

     -¡Qué bonito! –exclamó la niña.

     -Sí, mi flor...

     Cuando uno de los troncos que ardían estalló en chispas, Azucena se asustó, pero se rió con aquel gorgojeo de pajarillo y aquella sonrisa que le achinaba los ojos, inmortalizando para siempre su infancia.

     -Por fin te encuentro en este maldito laberinto, Azuc... –se sobresaltó al verla a ella también. Entrecerró los ojos y volcó su atención en su hija- ... pero, ¿qué haces ahí, enfrente de la chimenea? ¡Quítate ahora mismo, Azucena! Mira que como te manches de hollín...Vamos, levanta.

     La cogió de la muñeca y se fue con ella a rastras. En sus enormes ojos, todavía refulgía el amarillo del fuego cuando se despidió con un gesto mudo de su abuela, antes de desaparecer por el marco de la puerta. Su abuela la sonrió con ternura aquella vez.

     Fue la última.

 

     Azucena estaba sentada delante del espejo.

     Tenía el pelo recogido en un moño tirante y fuerte. Seguramente le sujetaba el pelo con la decisión que ella no tenía, pero daba igual. Siempre daba igual. Se miró y se volvió a mirar, atenta a cualquier detalle, cualquier pincelada de seguridad que le diera ánimos. Con una mano fina, se tocó suavemente el pómulo, para no estropear el maquillaje. La frente, la barbilla, los labios, la nariz, el cuello..., ese cuello, ¡qué esbeltez!

     Una compañera pasó detrás suyo con un ramo de claveles. Vestía como ella, de negro, de maya y falda larga; vestía, en fin, de sonrisa y entusiasmo:

     -Vamos, Azucena, que ya vamos a repartir las flores...Toma una, anda, ¡que no queda nada y el público nos espera!

     Azucena asintió distraída.

     Con el olor del ramo había evocado recuerdos. Recuerdos lisiados que a sus veinte años le levantaban ciertas cicatrices. Pero bueno, ¿no había conseguido pegarlas de nuevo? Por supuesto que no...

     Se echó un poco de colorete.

     Su madre...

     No sabía qué fue de ella. Hacía demasiado tiempo, demasiados años que la había enterrado muy hondo en su corazón, todo lo hondo que le dejaron los hoyos de las lágrimas y la desazón del abandono. No pudo seguir el ritmo que llevaba, le consumió el vórtice que ella misma creó, así que asumió las pastillas como medicamentos a su impotencia y descuidó a su hija, que por entonces no llegaba a la decena. Las visitas al hospital fueron constantes y seguían un calendario programado, como si fuera una agenda con citas cualesquiera. Por eso el día que su madre no salió del hospital, Azucena no le dio demasiada importancia, al menos no hasta que vio a su abuela. Pero incluso entonces, se levantó y se fue con ella en silencio, cogidas de la mano. Con esa serenidad que da la niñez. Años después derramó mares por los ojos, siempre a escondidas, siempre en solitario con su amiga frustración. Fue entonces cuando Azucena la enterró.

     Todo lo hondo que pudo. Lo que pudo...

     Se colocó el clavel allí por la oreja.

     Su abuela... Azucena la evocó.

     Le debía más que lo que podría darle nunca a aquella mujer delicada de cara bonachona. Recordaba sus hombros hundidos, irónicamente orgullosos; los surcos alrededor de los ojos azules, que se borraron el día en que asistió a un ensayo de Azucena; sus manos vivas, sus dedos de pianista; la voz cascada, curtida en años; el dédalo conmovedor de sus venas bajo la piel blanca y el paso de la vida por su cuerpo. Sí, sobretodo recordaba eso: las estrellas marrones de su piel, cada una con su historia, la huella de un todo que parecía un tanque arrollador de existencia y memorias, y esa extrema belleza arrugada cuando sonreía.

     La inseguridad de Azucena cambió a algo más duro.

     Se lo debía, al menos eso.

 

     Cuando salió al escenario a bailar, levantó bien la barbilla, como una aristócrata de alta alcurnia y sonrió. Sonrió para ella. Esta vez no le intimidó el público, ni la altura de su posición, ni la responsabilidad de su puesto. Sólo estaban unos ojos azules y ella, su nieta.

     Por eso recordó la chimenea.

     Volvió a evocar las llamas burlonas, sus figuras retorcidas, candorosas como huracanes indómitos, volvió a verlas danzar ante ella en resplandores de luz, de magia, de furia. Siempre con furia. Sintió cómo bailaban en libertad, la perfección de sus contracciones.

     Ardían de pasión. Bailando con el alma.

     Pero esta vez ardió Azucena. Ella fue la llama, igual de burlona, interpretando su sátira corporal como nadie. Para ella y para la que se removía enterrada ahí en su corazoncito.

Para ellas, ardió una flor.