VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Baloncesto

Álvaro Bravo, 16 años

                 Colegio Mulhacén (Granada)  

El tiempo muerto llegó como caído del cielo. Ya casi no podía mantenerme en pie. Mi respiración se entrecortaba y por mi piel resbalaban gruesas gotas de sudor. El marcador reflejaba una diferencia de dos puntos entre los dos equipos. Sólo nos quedaba una posesión para intentar remontar aquel partido.

Rápidamente se formó un corro alrededor de nuestro entrenador. Había diseñado una sencilla jugada. El objetivo era hacer llegar el balón a nuestro mejor jugador, para que lanzase un tiro cómodo. Aquella persona era Esteban, un tipo no muy alto, con una complexión sólida como una roca y bastante ágil, de carácter divertido pero orgulloso hasta la médula. Esta soberbia le había jugado malas pasadas en infinidad de ocasiones.

Mientras nuestro mentor trataba de explicarnos su plan, me dediqué a contrastar el estado de ánimo de mis compañeros. El equipo estaba exhausto después de aquel intensísimo encuentro. Aun así, todos parecían dispuestos a dejarse hasta el último aliento sobre la pista y ganar aquel campeonato. La llama de la esperanza continuaba viva.

Todos observaban engatusados al entrenador mientras daba sus últimas indicaciones. Todos, salvo uno. Por algún extraño motivo, Esteban parecía más interesado en un jugador del conjunto contrario que en el planteamiento que nos brindaba nuestro preparador para la última baza. Ambos se devolvían miradas burlescas y amenazadoras. Me di cuenta a tiempo y, aunque ignoraba las razones de aquella confrontación, tendí mi brazo sobre el hombro de Esteban, bloqueando su vista del adversario. Le dediqué unas palabras de ánimo en voz baja.

Finalizada el tiempo muerto, colocamos las manos unas encima de las otras para luego elevarlas a la cuenta de tres y gritar al unísono el nombre del equipo. Este protocolo nos servía de gran ayuda para elevar la moral. Ya todo estaba dicho: ahora tocaba traducirlo en el terreno de juego. Nos esperaban la gloria o la decepción.

El colegiado puso el balón en mis manos y sonó el silbato. No tardé más de un segundo en divisar a un compañero desmarcado y le pasé el testigo. La bola comenzó a rodar de unas manos a otras hasta que volvió a mí. Llegaba el momento culminante. Observaba con optimismo cómo Esteban se disponía a correr por la zona, esperanzado en los bloqueos de sus compañeros. No pude evitar fijarme en la persona encargada de defenderlo: se trataba del contrario con el que había tenido un roce.

Esteban ejecutó un cambio de ritmo y pasó por el primer bloqueo. Su defensor consiguió seguirle, agarrándole de la camiseta y propinándole un empujón. La jugada se retardaba con estos encontronazos.

Con muy poco tiempo ya, Esteban corrió hacia el segundo bloqueo para intentar, definitivamente, deshacerse de su par. El marcador de Esteban, viendo que el segundo intento de parar su progresión tendría éxito, recurrió a otra de sus artimañas: lanzó un sendos puntapiés a los tobillos de Esteban, perfectamente disimulados por su defensor, que fingió un desafortunado tropiezo y finalmente frenó su galopada contra el cuerpo del segundo bloqueador. Esteban iba a posicionarse completamente solo más allá de la línea de tres puntos, pero sucedió algo inesperado.

Sin apartar la mirada de su objetivo en la zona de tiro, Esteban; sin previo aviso, propinó un contundente gancho de izquierda sobre la cara de su marcador, haciendo que se derrumbara. Después continuó la jugada como si nada hubiera ocurrido, a pesar de que el árbitro había señalizado la infracción y, por tanto, invalidado la acción. Le entregué el balón por pura inercia y logró un tiro de tres puntos.

Nos habíamos quedado sin tiempo. El equipo contrario sacó de banda, pero nuestra mente ya estaba fuera del partido. En el banquillo, los rostros se proyectaban hacia el suelo y los jugadores, enfurecidos, lanzaban botellas de agua y toallas.

Mirábamos al cielo, desorientados, a excepción de Esteban, que aún pensaba que teníamos alguna posibilidad de ganar. Pero el árbitro pitó el final del partido. El contrincante de Esteban le dedicó una sonrisa burlona. Nuestro jugador no se pudo controlar y fue a por él. Impedí que le alcanzara, interponiéndome en su camino. Esteban me miró, indignado, y se dio la vuelta.

Me tumbé sobre el parquet y entré en un estado de éxtasis. No pensaba en Esteban, ni en el partido, ni siquiera en el baloncesto. Mi mente se quedó en blanco y mis sentidos no respondían. No recuerdo cuánto tiempo que estuve así.