XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

Baño de caballeros 

José María Hernández-Villalobos, 17 años

          Colegio Mulhacén (Granada)  

Lucía llevaba bastantes horas al volante y la carretera no parecía separarse del horizonte. El viaje se le estaba haciendo eterno. Necesitaba parar y estirar las piernas.

Vio un mesón al borde de la autopista; no le pareció un mal lugar para descansar.

Después de aparcar entre unos camiones, lo primero que hizo fue buscar el aseo. Divisó el símbolo de una mujer al final de un pasillo y se apresuró a abrir la puerta, pero la manivela no cedía. Entonces se percató de que había un papel en el que se leía:

Cerrado por obras. Disculpen las molestias.

Lucía releyó la inscripción mientras maldecía su suerte. Como recurso desesperado, se asomó al baño de caballeros. Le pareció que no había nadie en los lavabos ni en los retretes, una hilera de camarillas con todas las puertas abiertas. Entró sin pensárselo dos veces y caminó con andares rápidos hacia la última cabina, mientras cerraba algunas portezuelas para, en el caso de que alguien entrara, pasar desapercibida.

Cuando, un poco después, se disponía a salir, la voz de unos hombres irrumpió en el cuarto de baño. Lucía decidió esperar a que se fueran, con precaución de no hacer un solo ruido.

—¿De verdad que este es el mejor sitio? —oyó que preguntaba un hombre.

—Sí, tío —le contestó otra voz masculina—. ¿No ves que aquí no hay nadie? Venga, dámelo.

—Es que he tenido un problema…

El tono quebrado de este último empezó a intimidar a Lucía, que continuaba esperando en silencio. El otro hombre, con voz más grave y amenazadora, continuó:

—¿Qué te dije que pasaría si no me dabas esas anfetaminas?

La pregunta entró en la cabeza de Lucía como una bala. Se sentó en la taza, echando los pies hacia atrás para que no se los vieran por debajo de la cabina. El sollozo del otro hombre pesó como un saco de cemento sobre los hombros de la mujer, que se encontraba totalmente inmersa en la conversación:

—Tío, lo siento… —decía en un llanto ahogado—. He tenido problemas.

—¿Sabes lo que has hecho? —. El grito retumbó contra las paredes del baño —. ¡Tú no conoces a esos tipos!... ¡Soy hombre muerto!

A Lucía la respiración se le aceleró de tal manera que tuvo que taparse la boca. Las lágrimas empezaron a centellearle y las piernas le temblaban como gelatina.

La velocidad de sus latidos aumentó cuando irrumpió una estampida de pasos que cortó el diálogo. Con el corazón en un puño, Lucía se agachó para observar bajo la puerta: podía ver los pies de tres nuevas personas, con zapatos caros y pantalones negros. Tronó un acento extranjero:

—¿Dónde está?

—Puedo explicártelo… —tartamudeó la voz que hasta ahora había llevado las riendas de la conversación—. Este tío me lo iba a dar, pero han surgido…

La frase quedó cortada por un ruido ensordecedor.

Movida por el instinto, Lucía se apretó al fondo del pequeño espacio en el que se encontraba, con las palmas de las manos tapándole los oídos. Sentía el pánico como un tumor que crecía entre las paredes del cráneo. Aquellos disparos vinieron acompañados por gritos y el estallido de los espejos. Cuando todo volvió a la calma, Lucía continuó en la misma postura. El sudor le había creado una sensación pegajosa que la envolvía como una telaraña.

Pasado un rato, se asomó por debajo de la puerta. Lo que vio superaba su capacidad de entendimiento: unas salpicaduras de sangre manchaban las paredes y el suelo de los lavabos, entre escombros y dos cadáveres. Tuvo la impresión de contemplar aquella matanza desde detrás de un cristal teñido de granate, así que volvió a incorporarse para tomar resuello sentada en el inodoro.

La puerta del cuarto de baño se abrió de golpe. Un grupo de hombres armados avanzó por la sala. Lucía se encogió, puso la cara contra las rodillas y cerró los ojos. Sus pulmones eran lo más parecido a una cabina despresurizada y los músculos se le tensaron como si estuvieran a un paso de estallar.

Con horror, oyó como uno de los hombres abría la primera puerta de una patada. Se aferró con fuerza el borde del vestido, como si así pudiera calmar su estrés, pero el golpe se repitió en la segunda cabina.

«Quedan cuatro puertas para que lleguen a la mía».

Sollozó en silencio, al escuchar cómo caía otra puerta más. Y otra… Miró las paredes grises de su escusado; aquel pequeño espacio iba a ser el último que vería. Su mente ya estaba en blanco cuando cedió la siguiente puerta.

Lucía empezó a patalear y a chillar de pánico, con los ojos cerrados. Esperó unos instantes antes de abrirlos. Cuatro hombres uniformados le apuntaban con sus pistolas y una linterna. El capitán del escuadrón policial habló por su walkie-talkie:

—Tenemos a una mujer en el lugar de los hechos, corto.

Muchos pensamientos pugnaban en la cabeza de Lucía mientras la llevaban en una ambulancia hacia el hospital de una ciudad cercana. Entre todos ellos, venció la seguridad de que, si eres una mujer, no debes entrar en el baño de caballeros.