III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Barcelona dormida

Cristina Rodríguez del Valle, 15 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

       Salí de casa en bicicleta alrededor de las doce y media. Todo estaba en silencio. La noche se había apropiado de cada esquina de la ciudad y hacía fresco. Comencé a pedalear. Una suave brisa me salpicaba la cara. Aumentaba la velocidad en las cuestas. Una extraña impresión me invadía a medida que iba bajando hacia la Diagonal. Una vez allí, me situé al carril-bici de la izquierda, en dirección hacia el paseo de Gracia. Bajé el ritmo de mis pedaladas para disfrutar del silencio de la noche. De vez en cuando me cruzaba con un autobús, que iban casi vacíos. Los comercios estaban cerrados, las terrazas habían recogido sus sillas y mesas. Me sentí sola.

       Había quedado con dos amigos en la esquina con Muntaner, pero se retrasaron, así que proseguí mi camino. Me sobrecogía la imagen de aquella calle que cruza todo Barcelona. Pensé que estaría más animada, con turistas que apuran las últimas horas para ver cada rincón de la ciudad, taxis que empiezan su turno de noche o jóvenes que salen de copas. Pero me equivocaba. Paseo de Gracia es muy alegre durante el día, bulliciosa y activa en sus tiendas y restaurantes, gente que se mueve de un lado al otro por trabajo o por el mero hecho de pasear. Pero a aquella hora parecía que un barrendero hubiese pasado su escoba para llevarse toda su alegría.

       Los comercios habían echado el cierre varias horas antes pero ahí seguían sus maniquíes en pie, con focos alumbrándoles como si esperaran que algún cliente rezagado echase un ojo a esas maravillosas prendas que lucían, vestidos de novia, largos trajes de fiesta o un atractivo atuendo deportivo.

       Media hora después apareció el camión de la limpieza. Un pequeño ejército de hombres vestidos de verde y amarillo fosforescente se enfrentaban al asfalto manguera en mano, listos para dejar Barcelona, antes de las siete de la mañana, como oro en paño. Lo cierto es que la mayoría de veces lo consiguen.

       Continué pedaleando, sorprendida por la impresión de abandono de las calles. Las farolas iluminaban con una luz tenue, marcando el rumbo a los pocos automóviles que se atrevían a surcar la urbe. El carril-bici estaba poco iluminado y eso le daba una sensación de mayor misterio a la ciudad condal.

       Volví la vista atrás y contemplé la plaza Francesc Maciá, en la que destaca un gran edificio antiguo que rodea la mitad de la glorieta. Sus altos ventanales, grandes puertas y columnas imponen respeto. Bajo el arco de la noche, el color crudo del edificio se había convertido en un marrón tenue.

       La calle que cruza la plaza estaba más animada. A lo lejos pude sentir algunas señales de vida. Pero me alejé del alboroto. Eso sí, antes de avanzar me detuve unos segundos para contemplar el templo del Tibidabo, un puñado de agujas iluminadas sobre la montaña de Collserola. El Cristo que se alza, imponente, sobre el santuario domina toda Barcelona.

       A la una decidí dar media vuelta y recogí a mis amigos, que llevaban un rato esperándome. Me excusé, diciéndoles que había estado contemplando Barcelona dormida.