II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Blanca

Verónica Casais, 15 años

                  Colegio San José de Cluny (Santiago de Compostela)  

    En la barandilla que bordeaba el paseo marítimo se apoyaba una mujer. Su pelo ondeaba con el viento en busca de una libertad imposible. Miraba hacia abajo, donde las olas rompían con fuerza contra la pared rocosa.

    Parecía una venus renacentista. Hubiese sido inspiración para Boticcelli de no ser por el gesto de su cara. Nada había en ella de la serenidad clásica. Sus ojos, negros como el azabache y como su alma, transmitían una sensación de vacío deliberado.

    Blanca tenía pocas primaveras para todo lo que había vivido, y las había pasado jugando a perderlo todo, a nadar contracorriente como impulso natural. Ni siquiera se tenía a sí misma, porque se había vendido. Ella era una más de las mercancías que pagaban su sustento y sus caprichos, e incluso había llegado a pensar que su biografía mancillaba su nombre.

    Habitaba en ella una belleza oscura, enigmática. La belleza de lo extraño, de lo inalcanzable, de lo incomprendido y de lo inexplorado. Una belleza que sólo algunos pares de ojos eran capaces de ver, y que la hacían aún más especial. Blanca era, en sí misma, un misterio tan nebuloso como su pasado y tan bello como su nombre.

    Pocas miradas habían descifrado correctamente sus enigmas, y sólo una lo había hecho más de una vez. Sólo una persona la había hecho feliz. Pero la había perdido.

    Blanca miraba el océano, sabiéndolo inmenso. Lo observaba pareciendo reclamarle noticias que no llegaban nunca, le pedía con los ojos y con el corazón que dejase de estar allí para poder volar hacia su mundo. Le pedía que abandonase su color azul. Que no tuviese el color de aquellos ojos que se le clavaban a través de los recuerdos y a los que no podía ver, precisamente, a causa de ese océano.

    Pensó en aquella mirada. En la sinceridad que transmitía. “Sé quién eres pero no me importa”, eso parecía decir. Recordó aquellos iris azules perdidos en la distancia mientras hablaban de cosas trascendentales, evitando mirarla a la cara, como si sólo fuesen divagaciones sin importancia. Sintió un escalofrío. Casi había creído sentir sus dedos acariciándole.

    Habían pasado cinco años y las cosas se van olvidando, se archivan en la memoria y allí se dejan que se cubran de polvo hasta que se difuminan y quedan borrosas. El dueño de aquellos ojos no debía de recordarla. Sería mejor que no la recordase. Sería inútil aferrarse a esperanzas, navegar entre posibilidades imposibles y sucesos que, se sabía de antemano, no iban a ocurrir.

    Su conciencia le regañó por atormentarse, pero casi se había acostumbrado a aquello como a un dolor patológico. Desde que se había ido de su tierra y de su amado, le resonaba en los oídos aquella voz de tono grave, en gritos y en susurros, en frases y en canciones. Se asomaba a su cerebro cada vez que encontraba un silencio oportuno. Se había convertido en la banda sonora de su propia tragicomedia.

***

     Al otro lado del océano, el agua se reflejaba en unos ojos, tiñéndolos de su azul. Se perdían en el horizonte y en el mar, sin fijarse en ningún punto y sin que pudiera decirse que no miraban hacia ningún lugar en concreto. Buscaban, escrutaban. Querían ver más allá de las olas.

    El dueño de aquellos ojos era un hombre, con aspecto de adinerado para aquella pequeña ciudad, que en realidad no tenía más que unos cuantos dólares que llevaba encima. Su pelo revuelto y la camisa por fuera del pantalón vaquero le daban un aspecto desaliñado y juvenil. Era atractivo a su manera, desordenada y estridente, con un toque europeo en sus gestos y su actitud.

    La luz que rutilaba en sus ojos se intensificaba al escudriñar el horizonte, mientras se avivaba en su interior la necesidad de admirar en la distancia a aquella frágil golondrina que se había escapado de sus brazos porque necesitaba volar. No había tenido valor para retenerla, y esperaba que volviese algún día, pero no sabía si podría hacerlo.

    Aquel hombre caminaba por una playa vacía, con un paso sosegado, buscando respuesta a sus inquietudes, buscando esperanza a su soledad. En su mente se perdían todos aquellos gestos, los abrazos de siempre y las palabras sin decir, que tan atrás habían quedado.

    En el fondo de su corazón sabía que si no cruzaba aquel mar, las cosas nunca volverían a ser como antes. Metió la mano en el bolsillo y deslizó entre los dedos los pocos billetes que llevaba encima. Suspiró.

     Se tiró en la arena y miró como el cielo se teñía, primero de rojo y después de negro. El atardecer lento y despiadado parecía la crónica de la anunciada muerte del sol tras el horizonte. Un anochecer en una playa paradisíaca, nada más hermoso, nada más inquietantemente solitario.

***

    Una mujer se apoyaba en la barandilla que bordeaba el paseo. Su apariencia era estoicamente bella, pero el gesto de su cara se tornaba a veces sombrío. Pensaba en paraísos lejanos y en miradas que ya no volvería a ver.

    Sintió un escalofrío. Por un momento creía haber sentido aquellas caricias que tantas veces le habían hecho estremecerse. Se dio la vuelta. Estaban allí. Aquellos ojos azules como el mar la observaban con una sonrisa. Le decían lo que ya le habían revelado muchas otras veces, pero también se les unió una voz de tono grave: “te quiero”.