A la sombra de los aguacates

En cuanto me lo encontré por primera vez, correteando por aquellas páginas de libro viejo, descubrí que el rostro de Zezé era un espejo que me mostraba mis rasgos infantiles. Es el poder de los personajes de la gran literatura, transmutarse en sosias del lector. Por eso, aunque en un entorno ajeno al mío, en una época distinta a la mía, en un clima, un idioma, una familia, una maestra, unos gozos y tristezas muy distintos a los míos, Zezé me representaba, sobre todo cuando acudía a Minguino, su arbolito, y le desembuchaba sus travesuras y sus penas, y lo cabalgaba como si fuera un caballito blanco, y le hacía cosquillas entre las hojas, y escuchaba su sabiduría enraizada en un huerto urbano. Zezé era el niño que fui, el niño que fuimos todos. 

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Libros del Asteroide se encargó de recuperar “Mi planta de naranja lima”, una de las novelas más emotivas del siglo XX, aunque la traducción del brasilero le quitara el deje dulcísimo de aquella primera edición importada de México, en la que Zezé soltaba las palabras al aire como como colibríes irisados, que desde sus labios revoloteaban hasta los rincones más pobres de Bangú, donde en los días de viento se agitan las cometas fabricadas por las manos infantiles que desconocen el aburrimiento, porque los niños de la miseria nunca se aburren, y eso que en Bangú no había nada, pero nada de nada más allá de las basuras y de algunos brotes vegetales en los que libaba la dulce vocecita de Zezé, aquellas flores diminutas –de un aroma empalagoso– de las que se vestía Minguino, su arbolito, el confidente de aquel carioca a quien el dolor no fue capaz de arrancarle la ingenuidad.

Este artículo puede ser un buen motivo para volver a tomar una de las manos sucias de Zezé y sacarlo de paseo por aquellas calles sin asfaltar. Aprovecharé para contarle lo de mis dos huesos de aguacate, a los que por fin alumbró una raíz larga. A uno de ellos lo adorna, además, un tallito valiente que se bebe la luz del sol con la pantalla de dos hojas almendradas, a las que todavía les falta cuerpo. Como Minguino, que era una planta naranja lima humilde, apenas una mata de frutos amargos, mi aguacate lleva tres meses hundido en la tierra de una maceta, sujeto con alfileres a la vida, por más que su tallo abocetado (lo podrían cascar los dedos de un bebé) se alardee del tronco que podría llegar a ser, alto y ancho como un nogal, y juegue a columpiarse en el viento los días que sopla el Noroeste, del que lo tengo prevenido, no vaya un soplido a arrancarle los haces verdes y lustrosos.

Ambas semillas de aguacate llegaron de África con un año de diferencia. La primera –aquella que ya reverdece– es natural de Burundi, un jardín de colinas que un día se tiñeron de sangre. Apareció en la maleta de uno de mis hijos, que en aquel vergel cayó hipnotizado bajo la bóveda estrellada del Sur. Confié en la fuerza muda de sus entrañas (me refiero al hueso de palta), a pesar de que dormitó durante cinco meses en un recipiente lleno de agua, del que asomaba al aire apenas un cuarto de su redondez. Si me hubiese dejado llevar por la impaciencia, querido Zezé, si no me hubiese empeñado en escuchar los débiles latidos de su savia, habría acabado en la trituradora de algún vertedero. Pero decidí ponerme en tu pellejo, querido niño del Brasil, y lo coloqué a mi lado, en la mesa donde escribo, para entregarle mis miradas cuando alzo la vista desde la pantalla del ordenador. Y como Minguino, el aguacate se burló de mi impaciencia hasta que la naturaleza impuso su ley; entonces brotó la primera de sus raíces, que descendió en espiral hacia el fondo del vaso, sin prisa, hasta que no pudo contenerse y abrió, en el cénit de la semilla, una protuberancia esmeralda.

La segunda semilla cayó de un árbol en Kenia. Fue el presente de un masai a la mayor de mis hijas, que el pasado verano partió en busca de las huellas que su padre dejó en aquel extremo de África cuando tenía su misma edad. También se ha resistido a mostrar sus flecos blancos, aunque menos tiempo, y de pronto se tronzó en dos, como el corazón de aquel adolescente obligado a despedirse del paraíso perdido. Aunque también lo he colocado a mi vera, no me atrevo a hacerle cosquillas, Zezé, para que no se distraiga; aún le falta la sabiduría temprana de Minguino para poder vencer a la gravedad de Newton y expandir sus primeras ramas. 

Si los dos aguacates no se rinden, confío que un día me cobijaran bajo la sombra de los baobab, de las acacias de paraguas que salpican la sabana, de las arboledas selváticas que trepan las colinas de los grandes lagos. Te prometo, Zezé, que serás el primer invitado en disfrutarlas.