Al hobbit no le interesan las noticias

He bicheado un artículo de prensa que trata de diseccionar la personalidad de J.R.R. Tolkien, empresa harto ambiciosa para un texto de apenas ochocientos caracteres. Me alegra constatar que el literato sigue despertando curiosidad a pesar del transcurso del tiempo y de lo mucho que de él se lleva escrito. Es cierto que gracias a las terribles macro producciones cinematográficas, dirigidas al gran público que nunca se molestará en enfrentarse a los tres libros de “El Señor de los Anillos”, Tolkien es un autor de fama universal, aunque pocos saben que en vida rechazó todas las propuestas de adaptar su obra al celuloide, convencido de que una ficción como la suya debe ser erigida en exclusividad por la imaginación de cada lector, de modo que personajes, paisajes e historias se adapten al individuo, y no tenga este que caer en el hechizo de las limitaciones de un equipo de cineastas. Tanto la saga del Anillo como la versión de “El Hobbit” son un castigo inmerecido para el espectador, pues aniquilan la fluidez narrativa del genio sudafricano para convertirla en una sarta de frases engoladas sobre una trama de cartón, sazonada por efectos especiales que, ¡ay!, se han oxidado en muy poco tiempo.

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Tolkien fue, sin saberlo, uno de los pilares de la literatura británica contemporánea, un elegido que ha legado al mundo un serial que puede interpretarse como una magna aventura –lo que ya le brinda total solidez– y como una profunda analogía del pecado como causa de la lucha entre el Bien y el Mal, del que solo un hombre aparentemente indefenso puede salvarnos.

Pero no pretendo convertir este artículo en una comprimida tesis doctoral, primero porque no soy docto en el autor –a pesar de que he leído repetidamente la mayor parte de su obra– y segundo porque lo que me interesa es un rasgo concreto de su modo de ser, recogido en aquel artículo: su desinterés por la actualidad de su tiempo, algo sorprendente en un hombre de tan vasta cultura, referente entre los filólogos que se paseaban por las calles empedradas de Oxford, ataviados con la toga que señalaba su dignidad académica. Por si fuera poco, J.R.R. sufrió las dos guerras que desbarataron Europa, mantuvo distintas sociedades literarias de primerísimo nivel y tomó parte activa en contra de los regímenes totalitarios que desangraron el siglo XX. Sin embargo, la actualidad entendida como el saco de noticias que configuran el día a día de una sociedad parecía traerle al pairo. Y confieso que semejante actitud me ha conquistado.

Vivimos a lomos de la sobreinformación, aunque la mayor parte de lo que nos brindan los medios apenas tenga interés. En unos casos porque los acontecimientos son ajenos a nuestra esfera vital, en otros porque los sucesos ocurren muy lejos de aquellos lugares en los que nos movemos, en la mayoría porque lo que hoy es mañana ha dejado de ser (es decir, porque deberíamos continuar aplicando aquella suma que se enseñaba en el primer curso de Periodismo de cualquier facultad de Ciencias de la Información: «el periódico de ayer solo sirve para envolver el pescado»), porque la necedad de los titulares procura ocultar la razón primera de los acontecimientos que sí repercuten en la salud propia y familiar, porque hay una estrategia para hacer del hombre contemporáneo número de un rebaño en el que solo se permite repetir los balidos del pastor.

La sobreinformación es un lastre para mucha gente, pues nos echa sobre la cabeza un halo de pesimismo. El empacho de noticias brindadas sin orden ni concierto, sin jerarquía, sin sentido de proporcionalidad y, en muchos casos, de veracidad, retuerce la paz de la gente buena. ¿Acaso no hay millones de personas atenazadas desde hace dos años por las malas noticias que sobre el coronavirus vierten sin piedad los medios a cada instante? ¿Acaso no abundan hombres y mujeres mayores que se angustian ante los vaivenes de los mercados, como si el capricho de la economía dictada a cada segundo fuera a desintegrar lo que han ahorrado en tantos años de duro trabajo? ¿Acaso no son legión los que se engolfan con esas secciones que claman la atención de los tibios respecto a los más variopintos monstruos del submundo de la televisión casposa? La sobreinformación mezcla la actualidad en una desasosegadora ensaladilla, que coloca al mismo nivel el derrumbe de un colegio que el guionizado revolcón de dos tipejos en cualquiera de esos programas sinvergüenza. 

Vivir ajeno a la actualidad, a esa actualidad tan de paso, tan intrascendente, tan manipulada, dirigida a convertir al ciudadano en un curioso, a esclavizarnos al socaire del titular, de la rueda de prensa, de la declaración, de la última hora, de las reacciones de unos y de otros… es un lujo exclusivo a los seres humanos de categoría, como Tolkien, quien por no perder el tiempo con la televisión, con un periódico, con la radio… fue capaz de concluir un trabajo abrumador, elaborado con el humor paciente de quien sabe que no merece desperdiciar el hoy y el ahora con crónicas que no dejan huella.