Ayer, ahora y siempre, amor mío

El eterno presente, caminar sobre la cresta de la ola en el momento de su estallido (la imposibilidad de dejar un pie en el pasado y de colocar el otro en el futuro, porque solo existe el ahora) es la obsesión de mi pensamiento y, como reflejo, de mi escritura, mi pintura y escultura, expresiones artísticas que congelan el instante, el lugar y el espacio. No tenemos posibilidad de expandir el tiempo, ni siquiera en una novela de quinientas páginas (lo que narro es una acotación que vuelve al inicio, desde donde la historia da sus primeros pasos para dirigirse, de nuevo e irremediablemente, hacia el final, en donde volverá al comienzo cuantas veces alguna persona tenga a bien iniciar la lectura).

Dudo cómo hay que medir nuestra existencia. ¿Por décadas? ¿Lustros? ¿Años? ¿Meses? ¿Días?... Somos una estrella fugaz que luce para apagarse de inmediato, una nada menos que nada cuando no anclamos la vida en el hoy y el ahora, arrepentidos y agradecidos a la vez por aquello que vamos siendo, esperanzados por aquello que estamos a punto de ser. Así que me abrazo a una cita de Francois Xavier Nguyen Van Thuan, quien a los pocos meses de servir como arzobispo de Saigón (Vietnam), fue detenido por el ejército comunista y encerrado, durante trece años, en un campo de reeducación, en los que nueve los pasó en una celda de aislamiento, comido por la oscuridad y por toda clase de insectos repugnantes. Apenas cerraron la puerta de aquella ratonera, sus fuerzas físicas y mentales estuvieron a punto de abandonarlo, pero Dios le hizo ver que debía «vivir cada momento como el último de mi vida. Dejar todo lo accesorio, concentrándome en lo esencial. Cada palabra, cada gesto, cada acción es la cosa más bella de mi vida. Tengo miedo a perder un solo segundo viviendo sin sentido. Mi vida será maravillosamente bella si es como un cristal formado por millones de esos momentos». Momentos de presente, con los que aprendió a ser feliz como nunca antes lo había sido, felicidad que, ya en el exilio, mantuvo hasta el final de sus días.

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Mi mujer y yo acabamos de celebrar nuestras bodas de plata. Veinticinco años juntos que han pasado como un suspiro y que hemos ido construyendo con pedacitos de cristal, como Van Thuan, teselas de presente sobre la cresta de la ola en el momento previo a su estallido, a pesar de mis límites para aceptar que el amor solo existe en el hoy y el ahora, que el pasado lo distorsiona y el futuro –¡ay, el futuro!– no está en su naturaleza. El método para que un matrimonio no se desgaste reside en el goteo de instantes que vienen, uno tras otro, como las piezas en una cadena de montaje. No se ama en el ayer (en todo caso, el ayer se disculpa o se pondera), no se ama en la promesa (en lo que está por suceder) sino solo en el tic tac del segundero, un tic tac de oportunidades actuales y actualizadas. Nada refleja mejor el rostro de Dios (Amor de los amores en acto continuo) que cada golpe de tic, que cada eco de tac en el corazón común de los esposos.

Puede que mis reflexiones no sean fáciles de entender. Además, no soy filósofo, teólogo ni moralista. Me conformo con que se reconozca mi título de esposo y padre, que no es poco, pues mi familia es –siempre lo subrayo– la mejor de mis novelas. En todo caso, reflexionar sobre el amor es complejo, ya que el amor no son palabras sino actos vividos que apenas pueden representarse con letras.

El matrimonio –al menos el nuestro– se inicia en un sacramento, que es muchísimo más que una ceremonia ataviada con un vestido blanco, un chaqué, coro, flores y alfombra, mucho más incluso que la proclamación ante nuestros testigos del compromiso al que libremente nos atamos. El sacramento del matrimonio es un don del Cielo que se actualiza cuantas veces los esposos deciden actualizarlo, bien en una fecha redonda (así ha ocurrido en nuestras bodas de plata) , bien con la voluntad de que cada puntada con la que tejemos el tapiz de nuestra historia lleve el color del “sí”, un sí pleno en el ahora, una afirmación que nos va conduciendo, apenas sin darnos cuenta, por el camino que lleva al «para siempre».

El fruto visible de nuestra historia en común son nuestros cuatro hijos, cuatro muestras de confianza, cuatro soles que no podían ser otros ni calentar y dar luz con más intensidad. Pero lo fundamental de esta novela somos ella y yo, escribidores del presente, en acto, limitados y cuajados de defectos y virtudes, dotados de la maestría para enlazar una pieza del puzle con aquella que le corresponde, hasta rematar los bordes, las esquinas, el interior… y llegar a la última, con la que la más bella de las figuras habrá tomado la forma precisa y definitiva.