Con la cabeza gacha

Diciembre, para los escritores, es un mes dado a los tópicos; la inminencia de la Navidad lo inunda todo. Una Navidad, por cierto, que año tras año gana en su aspecto de fiestas de invierno, fiestas que son difíciles de justificar si no nos enfrentamos a su por qué. Bien lo define uno de mis hijos, que ha decidido prescindir de las aplicaciones del teléfono móvil: <<Cada vez nos ponen más cosas ante los ojos para impedir que reflexionemos>>. 

El problema con la Navidad es que empezamos a celebrarla antes de tiempo. Se acaba el verano y, en un visto y no visto, en muchos lugares comienza la instalación de las luces que decoran las ciudades con gruesos brochazos de mal gusto. Madrid, que es el ejemplo que tengo más cerca, está cuajada de estructuras de metal que interpretan de distintos modos –a cada cual más feo– la forma de un abeto. También tenemos ciclópeas meninas de Velázquez que al anochecer revientan en una miríada de bombillitas. Y bosques urbanos de árboles artificiales cuyas hojas son de un hiriente fluorescente azul. Y cientos de metros de prendida bandera nacional como festón para el paseo del Prado… Tranquilos, no quiero dejarme llevar por la demagogia ni la jactancia de un amargado mister Scrooge –actitud que también es un tópico del mes de diciembre–, pues en la capital del reino es cierto que todas las miradas confluyen en la Puerta de Alcalá, cuyos arcos ofrecen cada noche un Misterio en technicolor, lo que después de tantos lustros de decoración navideña sin Natividad es muy de agradecer. Nuestro alcalde ha puesto alguna lógica al guirigay de luminotecnia y cuenta con Jesús, María y José, protagonistas vertebrales del acontecimiento.

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Fue a mediados de noviembre, una de esas mañanas en la que nos asaltó una extraña primavera. Me acerqué a una tienda cuyo hilo musical había sido conquistado por un bucle de villancicos norteamericanos. Los pantalones, camisas y jerséis se me presentaban envueltos en repiques de cascabeles y toques de ferreñas sobre el oleaje de elegantes cuerdas, a la vez que una ampulosa voz masculina insistía en pronunciar términos blandos y melosos como el relleno de un almohadón: snow, bright, bells, white, joy, wish, más snow, mucho más bright, bells, white y love, mucho love salpimentados con otros wishes cantados con un acento de subrayada cursilería. Me acerqué a la dependienta con gesto de cordero herido, no solo para solicitarle una talla menos de unos vaqueros que no terminaban de convencerme, sino para acompañarla en el duelo a causa de los villancicos, pues sus ojos no escondían el dolor de tamaña tortura.

<<Queda un mes y medio para Nochebuena>>, me confesó. <<¿Se da usted cuenta?...>>. Hice un rápido cálculo mental, con los vaqueros todavía colgados de mi brazo: mes y medio son cuarenta y cinco días de christmas songs, cuarenta y cinco días hasta Nochebuena, más otros doce días de regalo hasta la fiesta de los Reyes Magos. <<Al menos, este año mis jefes no han incluido el Feliz Navidad, de Boney M>>, soltó con una sonrisa a modo de consuelo. <<Según mis cálculos, durante la campaña del año pasado lo escuché unas doce mil novencientas noventa y cinco veces. Llegué a pensar –yo, que soy una mujer sencilla y acogedora– que me había hecho racista>>.

El estómago se me retrajo como el cuerpo de un caracol al sentir el contacto con la piel humana. La imaginé en sus noches, con los tobillos hinchados y las piernas doloridas después de cada jornada desdoblando y doblando prendas bajo la tormenta del <<…from the bottom of my heaaaaaaaart…>>, incapaz de coger el sueño, víctima de whises y carols en la interpretación del cuarteto de color y de un cantante de cuarta, pecho-palomo de pajarita rizada que vierte toda su malicia al trinar un nuevo snow, causa más que suficiente para condenarle al penal de Guantánamo.

Estoy convencido de que a nuestra abnegada dependienta, condenada a un sueldo irrisorio, le gustaría probar el sabor de otra Navidad, espartana como las que vivieron nuestros antepasados, en las que el Adviento haga la función de un pasadizo necesario para entrar con asombro en los acontecimientos que se vivieron en la intimidad de Belén. Un pasadizo que nos obligara a agachar la cabeza, como sucede cuando entramos en la Basílica donde una estrella de plata señala el lugar donde de la boquita dulce de Dios brotó el primer llanto, pues su puerta, para sortear la fiereza de los enemigos sarracenos, se tapió hasta hacerla pequeña y baja, muy baja, para obligarnos a dejar afuera lo que creemos que nos da altura y que, sin embargo, solo es un peso prescindible.