El hijo del Capitán Trueno

Luis Miguel Dominguín fue una sombra en la casa de Somosaguas. Una forma ausente y monstruosa, un padre evaporado que desde su escondite hincaba las garras para hacer daño a los habitantes de aquel edificio abierto (por lo que he leído, visto y escuchado, nunca se ganó el dulce nombre de “hogar”) por el que pasaba tanta gente extraña a comer de las palmas de Lucia Bosé, aunque la pobre no tenía ni para regalar alpiste. Según él mismo narra con voz ahogada y rota (¿será otro zarpazo de Luis Miguel el que ya no le quede resuello para hablar?), aquella parcela en la urbanización de millonarios se llevó por delante la privacidad sagrada de tres niños, la del hijo del Capitán y sus hermanas, cuyos ojos perdieron la inocencia con el espectáculo de tanto tipo y tipa poco aconsejable que acampaba, sin día para marcharse, en cualquiera de los rincones de la comuna hippy liderada por aquella italiana a la que los dioses le habían prestado una belleza de cariátide.

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Luis Miguel Dominguín era una sombra que se paseaba por la mansión de Húmera, como el coco que llega para perturbar los sueños de los niños que no se han portado bien. Él era “El torero” para Lucia, el varón del Régimen, el ocurrente y simpatiquísimo Capitán Trueno, un hombre irresistible que derretía la voluntad de todas las mujeres que se le ponían a tiro, el rey de las camas de aquella España del desarrollo, el que presumía de haberse engolfado con las divas de Hollywood que venían a rodar en los estudios Bronston de Chamartín, en los estudios Roma de Fuencarral, siempre desatado, Luis Miguel, como un caballo en un patio de yeguas en celo, obsesionado consigo mismo, el número uno, Capitán Trueno que a los suyos asustaba, eco del padre que existe pero nunca está ni se le espera.

El hijo del Capitán Trueno, ahora que no tiene voz ha tenido que buscar un modo para que la humanidad siga escuchando sus latidos. Desde que nació es una estrella. Desde su primer llanto estuvo en boca de todos. Era el hijo de Luis Miguel y la italiana. ¿Será torero cuando se haga mayor? Mira que llevárselo a Picasso, ese comunista pervertido… Para que después digan que Franco persigue a los rojos. Si Luis Miguel vuelve de Cannes y lo primero que hace es abandonar a los suyos en Somosaguas para acercarse al Pardo y tomarle el pelo al Generalísimo. ¿Cómo se atreve? ¿Cómo?... ¿Es que no sabes que el Caudillo solo permite que Luis Miguel lo trate a broma? ¡Ay, menudo engatusador es ese hermano de comunistas!

Pero el chico no le salió torero, ¡qué va! La culpa fue del Capitán Trueno, que se largó demasiado pronto con sus gritos y borracheras, con los disparos de sus rifles y sus engaños, siempre de flor en flor, de cama en cama, tan simpático, tan listo, tan social, con su enanito pegado a pespunte, don Marcelino, que se fumaba unos vegueros más grandes que él y dormía en una cuna, para rechifla del diestro y su comparsa, pues todo ídolo lleva una claque para que le ría sus cuchufletas. 

Salió cantante y bailarín, también actor, el hijo, vamos, con un talento desbordante y una duda, siempre la duda, la misma duda que al Capitán Trueno le traía a maltraer. Él lo quería machote, asaltadamas como él, que era de Quismondo, esculpido a golpe de sol, desde los doce años entre los cuernos, los cuernos, los cuernos… Le repugnaban las mallas, los golpes de cadera, la melenita y el pañuelo que asoma en el bolsillo trasero del pantalón. ¡Qué vergüenza, matador! El hijo del Capitán Trueno en la cumbre gracias a ese Super-supermán que te hace enrojecer de vergüenza, tú que llegaste a la cumbre descarándote ante el toro, con Hemingway de hagiógrafo en vez de esos pelanas que salen a la pista de las discotecas con calentadores en los tobillos.

Bosé se la tenía jurada al Capitán que se vestía “de Picasso y oro”. Bosé se la tenía jurada a la Capitana que se teñía de azul. Bosé se la tenía jurada a los gorrones de Somosaguas. Bosé se la tenía jurada a sí mismo. Y entró a cuchillo: con un libro autobiográfico, con una serie de ficción dedicada a sí mismo, con otra serie documental en la que se degüella todavía más y a la vista de todos, en un tristísimo San Martín, porque nació bajo la maldición el hijo del Capitán Trueno, que consiste en buscar y no encontrar al padre que se ha ausentado después de arrasar el cubil,  en renegar de la madre que hizo un happening de aquella hura destrozada, en cuestionarse a sí mismo, una vez y otra (quién soy, cómo soy, qué soy), mientras a su alrededor le jalean por comportarse como la culebra que cambia una y otra vez de piel, como el camaleón que varía una y otra vez su color.

Al hijo del Capitán Trueno no le enseñaron a ser feliz. Su vida fue un disimulo,  deambular por una caverna que le devolvía ecos de los peores días, que venían disfrazados con las risas huecas de un sarao que no se acaba, protagonizado Luis Miguel y Lucia. Son tres niños a los que nadie presta atención, tres ángeles que miran –desde la hoja medio abierta de la puerta de su dormitorio– el delirio al que se entregan quienes, quizás, sufrieron también una infancia acuchillada por el egoísmo de sus mayores.