Huellas de gato

Acaban de marcharse los pintores. Después de catorce años, las paredes de casa estaban suplicando por un revoque allí donde había mordeduras por los golpes de los muebles, por una alcayata o por un cuelgafácil traidores, así como por un desconchón del que ninguno de los habitantes se declaraba culpable. Por no hablar de las manchas, un velo finísimo y oscuro que iba de los radiadores hacia el techo, y por las marcas de los dedos de los niños impresas en las escaleras. 

La pintura ajada de una vivienda es la huella que deja el crecimiento de los hijos, incapaces cuando son niños de atender el grito de su madre, el mío o el de ambos al bajar o al subir de un piso a otro buscando apoyo con las mismas manos que acababan de colorear un dibujo, sostener un bocadillo, regresar del parque sin haber pasado, como mandan los cánones, por agua y por jabón.

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Si los efectos de una mudanza pueden calificarse de pecado mortal, los de la pintura completa, habitación por habitación, nos dejan los efectos del pecado venial, suma de pasiones incontenidas (la de mentir, la de dejarse llevar por la ira o la impaciencia, la de la impuntualidad…) que muescan la hermosura de nuestro modo de ser. Si una mudanza puede apuntillar las fuerzas del más bravo, hasta hacerle renegar de todos y cada uno de los regalos de boda, de todos y cada uno de los objetos recibidos por herencia, de todos y cada uno de los muebles de Ikea, que una vez cambian de entorno se descuadernan, los días en los que los pintores campan por la casa entre una nube de yeso y el olor acrílico de los colores a granel nos brindan la oportunidad de sorprendernos con lo que hemos ido acumulando: primero tenemos que apilarlo en el centro de cada habitación para, acabada la faena, volver a colocarlo en su sitio, lo que parece un ejercicio sencillo frente a las amenazantes cajas de una mudanza concluida, pero que no lo es tanto: salvo que hayamos tenido la precaución de sacar unas fotografías de la disposición de cada cuarto, previas al desembarco de los operarios, devolver -por ejemplo- los cuadros, las fotos, los póster a su sitio se me antoja tan complicado como encajar correctamente las piezas de un puzle, más difícil cuanto mayor sea el número de lienzos, láminas y marcos que tapizan cada paño.

En nuestra casa, dada la circunstancia de que quien escribe también le da al pincel fino, los cuadros se cuentan por doquier. Con tanto disfraz artístico, si no existieran las muescas, las marcas del calor que desprenden los radiadores, el rastro de los dedos infantiles en la escalera, no sería necesario pintar, por más que a mi mujer se le haya encaprichado un tono pastel -entre el azul y el gris- que le ha dado, lo reconozco, otro empaque a nuestro cubil. Pero como yo no me había preocupado de lanzar esas fotografías, el desenredo del rompecabezas ha durado varios días. Confieso que por la distancia irregular entre varias molduras se puede concluir que no he sido capaz de casar cada embrilla con su pareja. Mejor; gracias a la nueva pátina y el desorden de nuestra personal pinacoteca, los ojos tardarán en acostumbrarse al paisaje de nuestra rutina, prolongando la sensación de novedad.

Gus, el gato, ha sido el peor parado en esta refriega. Es un persa azul, que es como en el argot felino se conoce a los ejemplares de capa gris. Durante los días de tajo hemos podido seguir su rastro por las huellas de sus patitas embadurnadas de polvo albo, que sellaron las anchas tiras de papel que colocaron los pintores para proteger el suelo. Por ser tan curioso lleva más de un trazo del color en los carrillos y el lomo. Parece que hubiese acudido a la peluquería para que le hicieran unas mechas. Suerte que no desentonan con el tono de su pelambrera: si las paredes hubiesen ido en cualquier color vivo, ahora mismo tendríamos un persa lisérgico, con aspecto de haber acampado en el barrizal de un Woodstock gatuno.

No sé cuánto tardaremos en borrar las pisadas de los pintores. Se reconoce el dibujo de las suelas de sus botas junto al de las almohadillas de Gus. Son las esquirlas de la batalla, como la que tapa estratégicamente un lienzo cuyo clavo se me resistió, obligándome a practicar hasta tres agujeros distintos con la taladradora. Será que cada vez me gustan más las viviendas en las que los objetos se convierten en cómplices de la falta de habilidad de sus dueños.

Acaban de marcharse los pintores, abriendo un nuevo capítulo a nuestra serena felicidad.