La gripe descocada

Una lluvia de kleenex va colmando los alrededores de mi teclado. Son hojas de otoño de una blancura cegadora –en estos momentos no son muy valiosas mis metáforas líricas–, copos de nieve de extraño grosor, capullos de gardenia que exhalan un sutil aroma a aloe vera, granizos de esponjosa celulosa… Esta lluvia de papel no se debe a un desamor. Mucho menos es consecuencia del trance apasionado que me embarga al emular la pasión creadora de aquel Gustavo Adolfo al que le floreaban las golondrinas, los besos y los cadáveres. No, lo mío no es la poesía romántica. Además, los narradores nos movemos por entornos ordinarios, el ir y venir de la vida cuajada de pequeñeces, a la zaga de personajes a los que les suceda algo novedoso, llamativo, sobresaliente, distinto… que les haga merecedores de un relato, de una novela o, al menos, del intento malparado de un relato o de una novela. Así que los moqueros engurruñados, los tissues (para los cursis) ovillados, los pañuelos de papel convertidos en una bola, los quitamocos en lenguaje castizo, nada tienen que ver con lágrimas de cisne, ni siquiera de cocodrilo. Son producto, única y nada más, que de los virus que galopan desbocados por España desde principios de diciembre, saltando de nariz en nariz, volando a la grupa de tosidos rotos, de garganta en garganta, como los Nazgûl de Tolkien, Jinetes Negros que forman la cofradía de las enfermedades de las vías respiratorias que se han cebado con la población patria durante la Navidad y a lo largo de esta pesarosa cuesta de enero: la gripe común, la gripe A, la gripe b –¡que los laboratorios pongan freno a este maldito alfabeto!–, el covid en vete a saber qué variante, el constipado común, el moqueo invernal, la temida neumonía y hasta la alergia al frío, a las facturas pendientes de pago y a las nuevas cámaras de tráfico y los radares de ciudad que terminarán por llevarse al hoyo a más de un honrado padre de familia. 

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Enero era el cohete que anunciaba la traca de idas y venidas a la farmacia. Ahora el castillo de fuegos artificiales ha perdido el rumbo y lo mismo nos asalta en agosto como se hace dueño y señor de la segunda parte del otoño. Mi amigo Gabriel era el termómetro de la temporada de gripe, pues hasta que él no caía –y caía, irremediablemente, de cinco a siete días, en alguna de las cuatro semanas del primer mes del año– no comenzaba la carrera de dominó que iba tumbando a unos y a otros, hasta dejar en cuadro el colegio y, más adelante, la universidad. El pobre no se libra ni en los bisiestos (como este 2024 recién estrenado), comprometido con el virus a abrir brecha a la calentura, las sábanas empapadas en un sudor frío, el dolor de huesos, la irritación de garganta y la atonía. 

La gripe, el covid, el constipado, la neumonía y hasta la alergia al frío son un importante toque de atención, una llamada que merece ser escuchada, una tarjeta amarilla en el transcurrir invernal, una manera incómoda de arrancar el nuevo año, un recordatorio de que apenas somos nada porque basta un virus, es decir, un agente infeccioso de tamaño microscópico, para que todos nuestros planes se vayan al traste durante tres semanas (la primera para cultivarlo, la segunda para padecerlo, la tercera para recuperarse de la borrachera de sus malhadados efectos). 

El ministro más pomposo se baja a la fuerza del pedestal en cuanto declara a los micrófonos con voz de moco. Algo parecido le sucede a la bellísima modelo a la que se le escuecen los lóbulos de la nariz, a cuenta del imparable manar de un fluido transparente. Y al rey y a la reina que, postrados en cama, han perdido las fuerzas para mover la muñeca de su proverbial saludo. Y a la soprano que ve las estrellas cada vez que traga. Y al locutor afectado de una afonía temporal. Y al escritor acosado por una febrícula que entorpece su habitual destreza para juntar palabras con sentido. 

Una lluvia de kleenex va colmando los alrededores de mi teclado, un incómodo dolor de cabeza –vaivén que me obliga a cerrar los párpados, a apoyar la frente sobre los dedos de la mano derecha y a contemplar un vuelo de chiribitas sobre un telón ayuno de gracia y color– hace que me equivoque al pulsar la tecla de la tilde, lo que cuaja de eñes imprevistas este artículo ligero, que queda subrayado por un sinfín de palabras con la acusadora línea roja que tanto tememos los escritores, pues más de una vez olvidamos pasar el corrector ortográfico antes de enviar la pieza a los responsables de su publicación. 

Me siento flotar, ingrávido, en un espacio fatigoso. ¡Achís…! Me molestan las articulaciones, necesitadas del aceite que produce esa mezcla mágica del ibuprofeno y el paracetamol. ¡Achís…! Estoy adormecido. ¡Achís…! –otro kleenex, por favor–, me sueno, aspiro, me vuelvo a sonar y pienso que se me va a caer la nariz, irritada como la de una modelo griposa. ¡Achís…! Y con cada estornudo se me atoran las ideas y las ganas. ¡Achís…! Llega un escalofrío y… ¡achís!... un nuevo estornudo. 

Es hora de pararle los pies a esta gripe descocada, que se mete de cama en cama sin pedir permiso.