La sopladora

Hay inventos que los carga el diablo. E inventores a los que convendría exiliarlos a una isla alejada de todo Continente por muchas, muchas millas de mar picado, para que ningún buque tuviera la mala idea de ir a rescatarlos. 

Hay inventos malditos de todo gusto y color. En mi recuerdo, aquel señor que se apellidaba Rubio y que editaba cuadernillos de tapas verdes, amarillas y azules con el único propósito de amargarme las vacaciones. Los deberes estivales son otro invento demoniaco del que mi mujer y yo liberamos a nuestros hijos (si no bastan diez meses de colegio para aprender, el problema es del colegio), que nunca sufrieron a cuenta de sumas de cantidades astronómicas que jamás tendré en mi cuenta corriente, multiplicaciones en las que la tabla del siete y del ocho –que a mis cincuenta y tres sigo sin aprenderme– venían a fastidiar cada resultado, al que llegaba después de sudar tinta china porque no tengo dedos suficientes (ni con los de los pies) para cifras tan mal educadas. Así que condeno al tal Rubio y sus cuadernos a la cabeza de las ocurrencias infernales. ¡Qué amargura escuchar los chapuzones en la piscina, los juegos en sesión continua de mis hermanos, el ir y venir antes de salir a la playa… y yo ante aquellos cuadernillos, sobre los que caían mis lágrimas de frustración! 

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Pero, con permiso del señor Rubio de infausta memoria, existe otro invento aún más odioso, más venenoso por ser responsable de los cabreos matrimoniales, de los gritos a los hijos, de la desesperación de los trabajadores, de la ira de los estudiantes: la sopladora, ese pesado aspirador que realiza la función contraria, es decir, que en vez de tragarse la suciedad la empuja con la fuerza del aire a presión y un ruido ensordecedor, tan ensordecedor que quien la utiliza, para no volverse loco, tiene que ponerse tapones de cera en los oídos y cubrirse las orejas con unos cascos de silencio estanco, pues el grito de su motor es tornillo que se va enroscando en el cerebro hasta que consigue hacer una maraña con todas las neuronas vinculadas a la cordura.

La sopladora es culpable de la desestabilización de la gente buena, de la pérdida inmediata del carácter de los mansos –los desnaturaliza para convertirlos en energúmenos–, de la enajenación de los sabios, del histerismo de los hogares reposados, de las discusiones entre esposos ejemplares, de los platos que se lanzan con el propósito de dar, del verano que cae por la espiral de la amargura y de la atribulación del otoño allí donde abundan los árboles de hoja caduca. La sopladora causa rupturas en las familias, cabreos más devastadores que los provocados por el reparto mal avenido de una herencia, sobre todo si hay unos cuantos pinos que, cada mañana, vomitan un carretón de agujas secas sobre el jardín.

Uno de mis hijos, que es joven de poca paciencia, se transforma a cuenta de la sopladora: del cordial señor Jekyll al abominable señor Hyde. Le entiendo, porque el maldito invento tiene la misma oportunidad que el pelmazo que te acapara en un convite para demostrarte que sigue haciendo uso de las mismas chufletas, sin gracia ni sentido de la oportunidad, que utilizaba veinte años atrás. Mi hijo vivía su metamorfosis los días de examen: en cuanto el profesor indicaba las preguntas, un desgraciado tiraba de la cuerda de arranque del chisme, para pasarlo con obstinación por debajo de la ventana del aula.

Aunque la gente de conciencia recta pueda asustarse, propongo una recogida de firmas para que nuestros legisladores hagan una modificación urgente en el Código Penal, de forma que el asesinato quede eximido de premeditación –que no de alevosía– cuando lo desencadene el estruendo de una sopladora. 

Este invento, por si fuera poco, arrea su fragor cuando conviene que reine un pacífico silencio. Por ejemplo, durante la prueba oral de una oposición o cuando se alcanza la frágil tensión de la meditación; cuando se reserva un rato para disfrutar de un disco o cuando las potencias intelectuales se centran en el desenlace de una película en la que el protagonista, gracias a la intervención de otro actor, está a punto de resolver el nudo del argumento; en la siesta, sobre todo en la siesta, o a las ocho de la mañana de cualquier jornada estival.

Como autoproclamado líder de una nueva inquisición, propongo también una quema comunitaria de sopladoras. Mejor… para evitar los humos contaminantes, exijo que una apisonadora pase de ida y de vuelta sobre el asfalto de una autopista en la que, colocadas en hilera, estén todas las sopladoras del mundo mundial, y entre ellas, atados y amordazados, el inventor, los distribuidores y los vendedores de dicha arma de guerra.