Opus Dei
El dolor tiene dos medidores: el objetivo y el subjetivo. Cuando nos hacemos una herida, la hinchazón, la rozadura, el sangrado, la infección… son pruebas evidentes que no precisan más explicaciones; en algunas enfermedades mentales de carácter endógeno, el dolor no se aprecia (al enfermo no le salen bultos, ni supura por ningún conducto corporal, ni le ataca la fiebre, ni le cambia el color o la superficie de la piel), porque es un malestar invisible que solo se deja ver a través sus consecuencias, mediante rasgos de conducta que, sin un conocimiento previo, pueden interpretarse como actuaciones caprichosas, excéntricas, exageradas… por parte del paciente. Es el dolor subjetivo, tan real como el objetivo, incomprendido muchas veces por quienes no lo arrastran. Anunciar que uno es víctima de este tipo de dolor es un derecho, pues representa una realidad limitadora que necesita comprensión y apoyo, sea quien sea el que lo padece, sea cual sea la causa a la que lo achaque, sea esta del todo cierta o no.
https://www.eldebate.com/opinion/tribuna/20250215/opus-dei_270545.html
Una plataforma de entretenimiento televisivo acaba de lanzar, a bombo y platillo, una serie documental que dramatiza (en el sentido actoral) la angustia de trece mujeres que durante una época de su vida –más o menos larga– formaron parte del Opus Dei, institución de la Iglesia de la que formo parte desde mis ya lejanos diecinueve años. Los capítulos dan voz a sus crudos testimonios acerca de lo mucho que sufrieron durante la etapa en la que formaron parte de la Prelatura, en condición de numerarias, agregadas o numerarias auxiliares, matiz técnico que traduce el modo de entrega a Dios propios de la Obra, que tienen en común su opción voluntaria por el celibato apostólico. De manera habitual, numerarias y numerarias auxiliares viven junto a otras personas célibes de su misma condición (las agregadas, de natural con su familia), aunque la mayor parte de su tiempo transcurre allí donde quiera que ejerzan su labor profesional, sus relaciones sociales y su tiempo de ocio, como todo quisque. Unas pocas, las menos, trabajan en asuntos propios de la institución: algunas en las oficinas donde se gestionan las actividades del Opus Dei, otras al cuidado material de los otros miembros de la Obra, de las viviendas que estos ocupan, de las residencias y las casas de convivencias o de retiro.
Siento mucho, muchísimo, las experiencias trágicas que cuentan estas mujeres, sean más o menos objetivas respecto a lo que vivieron. En la Obra hay alguna gente torpe (yo el primero), poco delicada (yo el primero), demasiado exigente con los demás (yo el primero), abrupta (yo el primero), con poca empatía (aquí debo colocarme un poco más lejos en la fila) e incluso con poca conciencia de haber actuado mal (lo reconozco: también me sucede). Ahora, nada que no exista en cualquier otra organización, desde la familia al Banco Santander o la Agencia Tributaria, pero con la ventaja de que uno, cuando quiere, en la Prelatura puede, con cariño, enmendar la plana a aquel que se sobrepasa. La debilidad es característica del género humano, incluso cuando está unido bajo el paraguas de una realidad aprobada y bendecida por la Iglesia, que sin posibilidad de equivocación (la proclamación de los santos y beatos es una de las prerrogativas que tiene el Papa) ha elevado a los altares, hasta el momento, a su fundador, a aquel que recibió su testigo y a una mujer que inició los trabajos apostólicos en México. Por no venir al caso, me ahorro el contar cuántos otros procesos de canonización están abiertos por las diócesis del mundo.
«Dios solo sabe contar hasta uno», nos recuerda el adagio. Por eso, Dios solo tiene en Su cabeza y en Su corazón (permítaseme la torpe analogía) a cada una de las mujeres que aparecen en la serie televisiva, por las que siente un amor particular inconmensurable –recurro a una de las principales verdades de fe–, por las que hace Suyo ese dolor padecido y expresado ante las cámaras. Claro que Dios también tiene en Su cabeza y Su corazón al Prelado actual de la Obra, Fernando Ocáriz, que no solo ha manifestado una sincera petición de perdón (a ellas y a cualquier otra persona que fuera maltratada por cualquier miembro del Opus Dei), sino que ha priorizado entre sus responsabilidades el resarcimiento siempre que ese maltrato sea objetivo y probado, así como dictado distintas instrucciones para que no vuelva a ocurrir (esto en muchas familias, en el Banco Santander o en la Agencia Tributaria no es tan habitual).
Si el dolor tiene su cara subjetiva, no puedo poner en tela de juicio lo que esas mujeres confiesan ante las cámaras, aunque me encantaría escuchar la versión de aquellos a los que aluden (las razones por las que la Prelatura no ha querido participar en la serie, perfectamente asumibles, no concuerdan con lo que afirman la directora y los productores de la serie). Sin embargo, ante la posibilidad de que el maltrato que denuncian públicamente se trate de una actitud generalizada en el Opus Dei, me ha entrado curiosidad por conocer cuántas personas formamos parte de la Obra en el mundo. Según los últimos datos que constan en la Santa Sede, unas 87.000. Pero, repito, «Dios solo sabe contar hasta uno», por lo que la cantidad es lo de menos, como lo es el esfuerzo de calcular el porcentaje entre quienes son muy felices viviendo su compromiso bautismal en la Obra, entre quienes la han abandonado sin que su felicidad haya quedado truncada, y entre quienes –el caso que nos ocupa– arrastran heridas causadas en el tiempo que formaron parte de la institución.
De toda esta historia lo que más me duele son las víctimas de la serie, con nombres y apellidos. Debe ser muy difícil asumir el protagonismo de un documental donde uno se muestra zarandeado, incluso noqueado, sin poder reservarse los aspectos más íntimos, especialmente los vinculados con la salud emocional. Quizás, más de una se haya convertido involuntariamente en un juguete roto de la industria del entretenimiento. No me extrañaría si alguna productora se plantea algún día la realización de una serie dedicada a todos aquellos que han sufrido –objetiva y subjetivamente– las consecuencias de convertir su dolor en un espectáculo. “Luz y taquígrafos” no es lo mismo que soltar un cadáver en mitad del páramo para que lo devoren las fieras ante el aplauso del público.