Pedro Kent

Dudo que a Francisco Franco lo visitara un logopeda para enseñarle a silabear las palabras y dar a su tono de voz un aire, digamos, más varonil. Al repasar algunos de sus mensajes navideños, me convenzo de que el ferrolano le dedicaba poco tiempo (seguramente porque no le despertaba especial interés) a disfrazar su imagen. El pueblo le tenía que rendir cariño o recelo no por sus características físicas, sino por detentar el cargo que detentaba: Su Excelencia el Jefe del Estado, el Caudillo o el Generalísimo, según conviniera, cartas de presentación con suficiente rango para que cualquiera se sintiese acongojado, sin caer en la cuenta de su voz aflautada, su mediana estatura o la amplitud de sus caderas.

Tampoco creo que los grandes estadistas del siglo XX perdieran un solo minuto en maquillar sus rasgos exteriores. ¿De Gaulle declamando el dorremí para sintonizar mejor en sus discursos con los ciudadanos de la República? ¿Estudiando las propuestas de los cirujanos plásticos para lijar su prominente nariz? ¿Cambiando sus trajes oscuros y de corte tradicional –cuando no iba de uniforme– por pantalones de campana de cintura baja? ¡Anda, por Dios!... Tampoco Churchill se hubiese sometido a un gabinete de comunicación y marketing, ni a un cursilísimo asesor de imagen como el que despeina a Bolaños. De hecho, ¿hay quien se imagine a don Winston mascando chicle en vez de llevarse a los labios aquellos vegueros como buques de carga, o luciendo un tupé intencionadamente revuelto gracias a un masaje con espuma, o comiendo judías hervidas para rebajar unos kilos, o luciendo pantalones slim fit de color berenjena y corte pirata? Pues no, claro. Los políticos que construyeron (para bien y para mal) la historia de aquellas décadas iban a lo que iban, sobre todo a trabajar y a hacer que todos los que estaban a su alrededor trabajasen, porque no cabía en aquella España, Francia, Reino Unido… una alta administración compuesta por vagos y sus cortes de esteticienes. 

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Todo viene a colación de nuestros candidatos a la presidencia del Gobierno, que van y vienen rodeados de una nube de personal shoppers, makeup artists, dressmakers, plastic surgeons y diction teachers (lo siento, esta clase de oficios precisan su versión original). Me detengo en la evolución estilística de Yolanda Díaz, fundadora de Sumar. Ha pasado de liderar las principales manifestaciones de pancarta, con kufiyya (el pañuelo palestino colocado a modo de fular) y el pelo oscuro y recogido en una cola de caballo mal apretada con una goma, las solapas prendidas en chapitas que apoyaban utopías revolucionarias, la ropa holgada y gastada en muchos lavados, los zapatos de ocasión comprados en algún almacén de Zara, ya saben, propiedad de su archienemigo Amancio Ortega… a entregarse a los caprichos de su equipo de transformaciones, responsables del corte de su melena teñida de rubio (que le da un aire muy cercano al de Cayetana Álvarez de Toledo, pija del barrio de Salamanca), de su maquillaje con productos de alta gama, de su ropero, tan infinito como el de María Teresa Fernández de la Vega, que era capaz de realizar siete comparecencias públicas al día con siete modelos distintos (y no precisamente de colecciones prêt-à-porter). Siento que el único que no logra hacer carrera con Yolanda sea el diction teacher. ¡Pobrecito!

Pero a dicho profesor le queda harto consuelo gracias a Pedro Sánchez, que aprueba su asignatura parlante con sobresaliente cum laude, mérito sobrevenido por no hacer trampas. Si al vestir, al peinar, al subir y bajar de cejas, al movimiento de la boquita de piñón, al baile de sus manos, al mechón entrecano que le llegó de un día para otro, a la tersura de sus mejillas otrora picadas, al tono de piel levemente bronceado, al armario de trajes ceñidos, cuya gama cromática va de los azules eléctricos al púrpura… añadimos ese énfasis tonal de sube y baja con el que matiza las frases durante sus entrevistas, en reflejo de la beatitud de sor Campanillas, comprenderemos sin esfuerzo que todo él es una inmensa mentira, una construcción de fábrica, el resultado de una cadena de montaje para que pase a ser, una vez pierda las elecciones y renuncie al escaño, el muñeco en serie que será nuevo novio de Barbie Superstar.