Ponga un chamán en su vida


No soy buen lector de la prensa del corazón. Mi problema nace en la falta de interés y de mi poca perseverancia, es decir, de una pereza para seguir los dimes y diretes de los protagonistas del colorín. Por eso, cuando de higos a brevas cae en mis manos una publicación de lo que llaman, con cursilísimo nombre, “papel couché”, me faltan datos, muchos datos, para identificar a quienes se asientan en las portadas y brindan exclusivas, reportajes, entrevistas, memorias, falsos “robados”, “robados” de verdad y otro tipo de contenidos. Esta sensación de estar en Babia aumenta si al pasar las páginas me topo con el primer día de colegio de la hija de un actor de serie televisiva, el incómodo encuentro de una instagramer con la que va a convertirse en su suegra, los arrumacos de un futbolista del Elche con una cantante nicaragüense o la tarde de cine y palomitas que dos celebridades norteamericanas pasaron con sus hijos en el estreno de la última película de no sé quién. Si la revista de marras, además, ofrece las fotografías de una regetonera de paseo por la playa luciendo un ordinario tanga junto a un maromo cuajado de tatuajes, o las de un tal Benito Iván, que nos presenta a Alex, su nuevo amor, el libreto se me cae inmediatamente de las manos. Hay una y mil cosas más interesantes que seguir el paso de la vulgar pareja o admirar el creativo flequillo que lucen Benito Iván y el simpático Alex.

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Este tipo de periodismo está cuajado de trampas. La primera, los acuerdos que cierran las cabeceras con los personajes para cocinar noticias con las que cautivar a los curiosos lectores. La segunda, dar por propio el texto, por ejemplo, de las memorias por entregas de una trapecista, redactadas en primera persona por mano ajena, en una suma increíble de mentiras y exageraciones. La tercera, presentar como oro todo lo que reluce. Me explico: las redacciones cuentan con un plantel de estrategas que planifican dónde retratar a sus “famosos”, es decir, cuándo hay que llevarlos a las planicies de África o a dar un paseo en globo  (¿acaso alguien fotografiaría a la mentada saltimbanqui en Villatornero, provincia de Badajoz, de donde es natural?), incluso les adjudican domicilios falsos. Un hermano de mi padre sacó rédito económico a su maravillosa casa, que alquilaba a este tipo de publicaciones para que inmortalizaran a la malabarista junto a la piscina, en el amplio salón, en los fogones de la cocina (probando una salsa con una cuchara de madera), en las escaleras junto a un par de perros (propiedad también de mi tío) o en un dormitorio ataviada con un mullido albornoz. Meses después, esa misma vivienda aparecía como propiedad de un cantante de música ligera que, mediante una mirada seductora, parecía invitar a cada lector a tomarse un café en la terraza de mi pariente. Y al año siguiente era la lujosa guarida de una azafata del “Un, Dos, Tres”.

De vez en vez surge un personaje genuino, llamativo, distinto, sorprendente, que brinda una nota de color a la grisura de sus compañeros de pliego (influencers de no sé qué cosa, cocineros en un programa cíclico de la televisión, retoño o retoña de alguien a quien vemos rejuvenecer al compás que los lustros van pasando). La realeza suele regalarnos este tipo de celebridades: un príncipe de medio pelo que enamoró a una musa de Hollywood, referente de la belleza y la elegancia; una heredera que unió su destino al que fuera su entrenador personal (supongo que deportivo); la amante malvada que se coronó como reina de una antiquísima monarquía; la princesa libertina que tuvo amores, entre otros, con un guardaespaldas y con un domador de elefantes; la Infanta que tomó como esposo a un trincón, etc.

Al respecto, los príncipes noruegos se me antojan una bicoca para la prensa del corazón. A pesar de ejercer su título y funciones en un país aburrido, paraíso del salmón ahumado, del reno y de una soledad que navega por las gélidas aguas del mar del Norte hasta las aún más frías del mar de Barents, los hijos de los monarcas noruegos cascabelean desde su palacio de Oslo, cuya fachada no es, por cierto, un dechado de alegre arquitectura. 

Admitamos que nos cuesta poner cara a los reyes Harald V y Sonja, como si reinaran entre la bruma que abate a sus súbditos de Bjørnstad, noble villa que atraviesa la E-6, única y principal autopista del país. No así a Haakon, el heredero, gracias a que tuvo a bien enamorarse de Mette-Marit, una plebeya que concursó en un reality show de baja estofa y aportó al matrimonio un hijo con apariencia de príncipe de Beckelar, que con los años se ha aficionado a las páginas de sucesos. 

Si el colorido lo pone Mette-Marit, la que justifica con los caprichos de su corazón la existencia de los semanarios de cotilleo es María Luisa, hermana de Haakon, hija de Harald V y Sonja, que después de un matrimonio con trágico final acaba de dar el «sí quiero» a un personaje que, al menos en apariencia, no se me antoja escandinavo. Dice de sí mismo que es chamán, un adivino, un nigromante, un brujo. Además, es creador de tendencias, quiero decir, estilista, embajador de una moda desenfadada, rompedora con sus faldas para varones y un sinfín de fulares, profusa en sedas y oropeles. El cóctel rosa no es moco de pavo: una mujer de sangre regia, de blanca piel y luminosos ojos verdes, unida a un hechicero de raza negra que será, estoy convencido, fuente inagotable de sobresaltos y noticias. Pero ni las garras de gallina ni los higadillos de murciélago con los que el chamán alinea los chakras de la princesa, van a lograr que me aficione a la prensa del corazón. Entre otras razones, porque correría el riesgo de volver a escribir un artículo tan vacío como este.