Hay quien entiende la vida como si esta sucediera en una exposición de animales salvajes, aunque en este caso sean racionales. En un zoológico, por mediación veterinaria, a las especies que no se encuentran en peligro de extinción y a aquellas que no forman parte de un plan regulado de cría en cautividad, se les priva del instinto sexual mediante la implantación de parches hormonales (lo sé porque tuve ocasión de pasar unos días junto a los encargados de cada una de las áreas de un parque). El tigre y la tigresa conviven sin posibilidad de cruce ni descendencia. Lo mismo los elefantes, las jirafas y hasta los promiscuos simios. Y cuando se firma con otra colección de animales vivos un acuerdo de cesión de ejemplares, el veterinario retira el parche para que recuperen uno de los principales cometidos de toda especie viva: su multiplicación.

El animal, inocente, no siente reparos a la hora de copular a la vista de todos cuando vive enjaulado. Es la monta uno de los comportamientos con los que cualquiera se puede topar mientras pasea por una instalación zoológica, pero esta, más allá de la belleza del cortejo -si es que lo hay- no presenta grandes alicientes para la vista, a pesar de que algunos humanos hagan de estas escenas una obsesión patológica. 

Las noticias y los estudios nos dicen que en el zoo racional sucede todo lo contrario: el cortejo, la seducción y la cópula (además de un abanico de cochinadas) se ha cargado de una emotividad (lo que no quiere decir esta que sea positiva) vacía del pudor que en el ejercicio de la perpetuación nos diferencia de las bestias. La sexualidad privada es un espectáculo que se difunde por internet, que se comparte, que se utiliza como carta de chantaje. 

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Este arriesgado juego ha empapado en los adolescentes, que presumen de una libido que ni los monos del culo rojo del zoo de Madrid (liberados de los planes esterilizadores). Sus teléfonos móviles arden en vídeos en los que los protagonistas son ellos mismos en actitudes impúdicas que pueden lastrarlos de por vida. Parece como si el mismo día que dejan el balón y las muñecas, se entregaran al rodaje de sus propias películas pornográficas, que comparten con unos y con otras, decapitada la moral básica que antes se sobrentendía en todo muchacho criado y educado en familia.

El suicidio de una mujer humillada por un vídeo que nunca debió filmar ni, mucho menos, enviar al que fue su amante despechado, copa las horas de los debates del amarilleo televisivo. Una vez más nos quedamos con el drama morboso sin buscar el origen, que es la banalización del sexo, la búsqueda del más difícil todavía, la pérdida del sentido de mesura y de privacidad, la decisión de entrar en la jaula de un triste zoológico.