Una charlotada dantesca

Ha cerrado la tapa, apretándola con fuerza, y España bulle. Es una olla a presión con la válvula estropeada, pues con sus propias manos ha retorcido conscientemente la espita para que el vapor no tenga por donde escapar. Parece mentira, a estas alturas de la película, que un país habitado por unos cuarenta y siete millones de personas esté a punto de estallar por el capricho bilioso de este personaje, a quien siguen a paso marcial un puñado de personas de las que todos conocemos nombre, apellidos y filiación política, pues les hemos entregado el aval de nuestra representación, les hayamos votado o no; una vez diputados y senadores electos recogen el acta que les permite ocupar un sillón en las cámaras, dejan de ser candidatos de unas siglas para –menudo honor ultrajado hasta la saciedad– ponerse al servicio de cada ciudadano. Es la teoría, claro, que justifica el juego con el que nos estafan en cada elección, el pasatiempo de encestar la papeleta en la urna, un paripé revestido con disfraz de democracia, régimen que se ha travestido en un sistema que me llena de estupor y desencanto. 

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El jefe de cocinas, que debería garantizar el buen gobierno de todos, hace de su capa un sayo con la anuencia de sus palmeros, que son muchos –121 diputados en el congreso y 73 senadores, además de sus representantes en comunidades autónomas y diputaciones–, ninguno de ellos designado por sus votantes sino a golpe de arbitrariedad (ojo, como en los demás partidos), la mayoría sin otra atribución que calentar asiento, aplaudir al sumo sacerdote cuando eleva el tono en sus arengas y pulsar el botón indicado con el que se aprueban las leyes. No son pocos los que carecen de una capacitación intelectual probada que les haga válidos, siquiera, para el ejercicio del lastimoso aplauso de claque y del apretón al mando a distancia, dedicación por la que cobran 3.126 euros al mes (3.173 los senadores) en catorce pagas puntuales, salpimentadas con complementos por razón del cargo, dietas e indemnizaciones, así como exenciones fiscales, no vaya a ser que el Estado al que dan cuerpo se lleve una parte jugosa de su bicoca, como hace con el esfuerzo del resto de los contribuyentes. 

Entiendo que para un lelo o para una lela a la que le cae semejante breva, el interés nacional, el bienestar y la seguridad física y jurídica de los ciudadanos debe importarle una higa ante la amenazadora presencia del patrón. Si hay orden de votar “sí”, se vota “sí”. Si hay orden de votar “no”, se vota “no”. Si de la noche a la mañana hay que renegar de lo que se apoyaba públicamente, con arrebato teatral, veinticuatro horas antes, se reniega con el mismo arrebato. Ya se encargará el partido de ofrecerles un par de fotocopias con un argumentario falaz. Y si con esos papeles no consiguen salvar la cara, a ponerla dura (la cara, digo). Al fin y al cabo, se les pide obedecer y no chistar, aplaudir como monos de feria cada vez que ese charlot de pantalón apretado enfatiza el discurso, manotea el aire mientras exclama con voz pretendidamente dolorida, o compone un gesto de sufrimiento ante todos aquellos a los que acusa de insultarle, de ser poco demócratas, de mentir, de seguir colgados en el NO-DO. 

A propósito de Charlot, nos vendría bien sentarnos a ver “El gran dictador”. No es el mejor largometraje de Chaplin, que resultaba mucho más hilarante en sus cortos y largos de cine mudo. En todo caso, el ridículo dictadorzuelo de la cinta, que parodia a los mandamases sin entrañas, se me antoja el personaje de cabecera, la fuente que ilumina a los dos últimos presidentes del gobierno con el marchamo socialista: ZP y el tal Sánchez. Si no fuera por el daño irreparable del que uno y otro son responsables, del odio apestoso que se han encargado de levantar, de su conciencia envenenada, de su obsesión por fiscalizarnos hasta cuando dormimos, de sus mañas para imponer lo que tenemos que pensar, decir y obrar, de su maligna cualidad para lavarse las manos ante el mal cometido y aquel que incitan sin descanso, de su retorcimiento de la verdad, de su falta de palabra, es decir, si el resultado de semejante tragicomedia no fuera desolador, podríamos reírnos a mandíbula batiente de sus charlotadas. 

No quiero ni pensar, visto lo visto, hasta dónde puede llegar Sánchez con tal de seguir poniendo en riesgo nuestro presente y nuestro futuro. Le ampara un sistema que se adapta a la perfección al capricho de cada César pasajero. Y no quiero ni pensar, ahora que nada sucede por casualidad sino por una cadena de intereses perfectamente engrasada (nunca hemos sufrido las exigencias de un credo de laboratorio tan ideológico, lo que es fácil de constatar si necesidad de abrazar teorías conspiranóicas), en que clase de fuerzas se apoya para mantener el prurito de hacer y deshacer la legalidad. 

Pedro Sánchez ha cerrado la tapa de la olla, apretándola con fuerza, con tal de seguir como jefe de cocinas. La clientela se le ha rebelado, pero eso no le importa porque la tiene bien secuestrada en el interior de la marmita. Es el rey del birlibirloque, un tahúr que juega con las cartas marcadas, que se saca los ases de la manga, que engaña, que miente, que rompe a conciencia todo aquello que pueda impedirle ser el Padrino de una mafia exonerada por el BOE. La olla va acumulando presión, tanta que está a punto de estallar en mil pedazos. Y no le importa mientras pueda seguir aprovechándose de la crispación. 

Cuando cae la tarde, al igual que Charlot, Sánchez toma un balón con la forma del mundo y lo lanza al aire en su despacho de la Moncloa. Hay que ver lo bien que lo golpea para mantenerlo a flote: con las manos, con los codos, con la frente, con la nariz, con el filo del mentón, con el talón, con la punta del pie y con las nalgas en pompa. Dantesco.