Vamos a llevarnos bien

Nos decían que España era un ejemplo de concordia. Que nuestro proceso de transición de la dictadura a la democracia se estudiaba en las mejores universidades del planeta, por aquellos chicos y chicas orientados a dirigir la política de sus modernos países. Después de cuarenta años de división y revanchas, nuestro pueblo había acogido con los brazos abiertos a quienes, tras la muerte de Franco, volvieron desde el exilio, algunos de ellos con delitos de sangre sin satisfacer. Fueron pocos, muy pocos, los que protestaron al ver cómo aquellos prebostes de nubloso pasado recibían la prebenda de una butaca en nuestras Cámaras, incluso algún cargo de representación en nombre de todos los españoles, pero esta vez sin banderías. Periodistas de las cabeceras más importantes del mundo viajaban a Madrid para desentrañar el misterio de un pueblo pasional, dado a resolver los problemas domésticos a garrotazos y pedradas, que había echado a la hoguera antiguas rencillas, cuando todavía eran muchos los sobrevivientes de una Guerra que había enfrentado a paisanos contra paisanos, a vecinos contra vecinos, a hermanos contra hermanos

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Unos años después de aquella revolución pacífica, permitida y hasta facilitada por la vieja guardia y capitaneada por Juan Carlos I, que se había autoproclamado Rey de todos los españoles, hubo un amago de ruptura, de regreso a lo anterior. Pero fracasó el golpe e inmediatamente se llenó el centro de las capitales con manifestaciones que venían a reafirmar que el odio tribal había quedado definitivamente en el pasado

Siento ponerme tan grave, porque no suele ser mi tono literario, pero el momento apremia: este camino de sana convivencia (con sus episodios oscuros, claro, que España no es una confitería y por aquí y por allá amargan los frutos podridos, sobre todo el marcado con las siglas E.T.A.) lleva un largo tiempo adormecido. Quizá nuestro sistema garantista ofrezca coladeros más que garantías, por donde se escapan aquellos empeñados en reventar la sana vecindad sin que apenas reciban castigo. El Estado, que no muestra piedad llegada la hora de sangrarnos a impuestos e infracciones (una falta menor de tráfico –pongamos, superar los treinta y cinco kilómetros por hora allí donde, no se sabe con qué criterio, la norma no permite sobrepasar los treinta– puede desestabilizar la situación económica del desprevenido), ofrece una manga demasiado ancha a los desestabilizadores

La convivencia se agría cuando los políticos se arrogan un poder que no les corresponde, al exceder sus obligaciones como administradores del bien común para convertirse en diseñadores de una sociedad a la medida de sus intereses, que casi nunca son sanos, que casi nunca son los nuestros. Entonces aplican su estrategia de división: España partida entre buenos y malos, entre los míos y los tuyos, entre merecedores de la libertad y sospechosos de aniquilarla, sin que nos den explicaciones que demuestren por qué unos son los buenos y por qué otros los malos, por qué unos los demócratas y otros los conspiradores, por qué unos los progresistas y otros los retrógrados, por qué unos los merecedores de flores y laureles, y otros los castigados al estercolero.

El virus no se ha andado con chiquitas. Ha mordido a unos y otros. Los muertos, los cientos de muertos, los millares de muertos, los más de ciento cincuenta mil cadáveres que Dámaso Alonso enumeraría en un nuevo Insomnio, no saben de colores, de bandos, de buenos y malos, de los tuyos y de los míos. Por eso deberíamos sangrar los radiadores del rencor, sacar sus malos aires para que el calor fluya por igual en beneficio de todos, sin racanerías ni egoísmos, sin la caprichosa idiotez de los nacionalismos, sin regurgitar fascistas, comunistas, anarquistas, quintacolumnistas y la madre que los parió. Vamos a llevarnos bien, digan lo que digan los de arriba