I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

Burbujas de cristal

José Manuel del Puerto, 17 años

                  Colegio Virgen de Atocha (Madrid)  

      Él no sabía que el día estaba pronto, no se lo podía imaginar; sólo estaba dichoso de encontrarse allí.

     Nico estaba más feliz que nunca, a pesar del ambiente hostil al que daban lugar aquellas rudas personas, enfundadas en trajes de ejecutivo que se movían de un lado a otro del local de un modo frenético, como si en ello les fuese la propia vida. Nico no podía explicarse nada de lo que veía, ni siquiera era capaz de comprender en su, aún tierno e inocente entendimiento, por qué los mayores llamaban a ese establecimiento tan alocado del mismo modo que a la estructura metálica donde tantas tardes pasaba con su madre, María. No entendía en que se parecía un banco con el otro, pues era uno para su madre y para él en las sosegadas tardes de verano, y el otro para dar voces y billetes de todos los colores y tamaños a personajes que le recordaban a los <<hombres de gris>> del cuento que su madre le leía aquellos días, “Momo”. Definitivamente no se parecían en nada.

     Estaba feliz de verdad. Por fin había llegado el día que tantas noches había esperado y que tantas veces le había hecho esbozar en su cara, manchada de chocolate, una tímida sonrisa. Nico, ese niño de la cara sucia, que solía pasar las tardes jugando en su cuidado cajón de arena, había deseado desde mucho tiempo atrás una pecera donde recrear su mirada e inventar la vida de sus coloridos peces.

     María había cedido al peso de los años. Desde que Saturio, su marido, había fallecido en un accidente marítimo, Nico no hacía más que pasar las horas ensimismado en su pequeño universo, hecho a su propia medida, donde todo adquiría el significado que él otorgaba, siguiendo como único criterio sus infantiles antojos.

     Los tres habían sido una familia feliz, corriente, en un barrio de pescadores. Un atardecer, como todos los demás por aquellas fechas de trabajo, Satur –que así le llamaban en el pueblo- salió con sus compañeros a la mar, camino hacia una dura noche de fatigoso trabajo. Pero nunca volvió. Una desconsiderada ola golpeó a Satur mientras recogía uno de los palangres. Un paso en falso, un resbalón, un grito ahogado por la espuma, una vida arrebatada, un hijo y una esposa más para el mar; el mar del desconsuelo del que solo se resurge con valor y fortaleza, tal como María supo hacer. Para María se trató de unos momentos de salazón para sus llagas. Su padre, Enrique, había sufrido la misma suerte que su marido: el mar se lo había llevado sin avisar, con la inestimable ayuda de la oscura luna menguante.

     Para un niño huérfano y para su madre, viuda, no había lugar en aquella pequeña población con olor a acantilados verdes y gaviotas molestas. No sin un profundo dolor llegó el momento de partir hacia la capital; allí encontraría más fácilmente trabajo una viuda del mar y hospedaje para ella y su pequeño hijo de cinco años, que seguía sin comprender por qué su padre tuvo que irse así. Era tan incapaz de explicárselo, como los nombres que los mayores daban a las cosas. Su mundo era mucho más fácil. Precisamente ese era el asunto que tanto preocupaba a María. Nico ya tenía ocho años y desde hacía tres había sido incapaz de entablar amistad con ningún niño de su edad, se había vuelto una persona arisca para todos. Sólo guardaba un poco de su anterior ternura para su madre y para hablar del mar, ese gigante enigmático donde ahora vivía su padre. María sabía que la pecera no era buena idea, sólo serviría para rememorar viejos fantasmas del pasado y encerrar más a Nico en su mundo a medida, para hacerlo más hermético.

     Tras conseguir el dinero que tantas horas de desvelo había costado a su infatigable madre, se dispusieron a acudir a la tienda de mascotas del número ocho de su calle. Era un lugar amplio en el que se podía disfrutar de la naturaleza con sólo recorrer sus pequeñas estancias acondicionadas para los animales en venta. Los peces se encontraban en la segunda planta. Hacia ese lugar se dirigirían los ya inquietos pies de Nico acompañados siempre por su querida madre. Al llegar a la primera planta algo llamó la atención del chico: un labrador de suave pelaje que se recreaba con los recortes de periódico que los dueños del establecimiento le facilitaban al cachorro como única diversión. No, nada cambiaría el deseo que durante tanto tiempo había ocupado la imagen de sus sueños más placenteros. Seguía deseando aquella burbuja de cristal repleta de peces de colores.

     Una muchacha les atendió gustosa, soportando los repentinos cambios de idea del pequeño Nico. Al final fueron cinco los peces a los que rápidamente bautizó con los nombres de Burbuja, Correaguas, Pezcado, Alga. Sorprendentemente, el más grande y vistoso recibió el nombre de Satur. Ese sería su pequeño secreto; sólo el pez y él sabrían que se llamaba Satur. Para mamá y sus amigos y vecinos, sería Sat.

     Desde el momento en que su madre entregó en el frío mostrador los billetes que antes habían retirado de otro más frío aún, hasta que sonó el timbre de la casa unos dos días después, el universo del pequeño se convirtió en la puerta de madera que la pecera tendría que atravesar de forma inminente para pasar a formar parte del apacible hogar que María había formado tras dos años de trabajos domésticos en el vecindario. Ya no les atendió la dulce chica del otro día, si no que ahora se encargaba de montar cada uno de los componentes de la pecera un hombre de mediana edad, con brazos robustos y velludos, que le recordaron de forma casi inexplicable a los de su padre recogiendo las sucias redes. Las lágrimas afloraron de forma inmediata a los ojos de Nico, que corrió al baño. Allí se encerró hasta que el montador de la tienda vecina desapareció por donde había llegado, cargado con las distintas piezas de su sueño hecho realidad.

     María le preguntó varias veces el porqué de su reacción, pero lo más que obtuvo como respuesta fue un ingrato bufido. Entonces decidió abandonar sus preguntas, pues sabía lo que le había pasado; a ella le había ocurrido lo mismo. Ahora fueron sus ojos los que mostraron un brillo especial, un cierto ápice de conmoción que supo reprimir con maestría para no hacerse más daño a sí misma y, sobre todo, para no dañar a su pequeño, que por fin se divertía con sus cinco peces de colores.

     Su dictamen precipitado no fue en vano. María sabía –instinto maternal lo llaman- que su hijo pasaría a ensimismarse más en su mundo de soledad con la llegada de la pecera. En cuanto Nico llegaba del colegio se dedicaba a hacer a toda prisa sus deberes para poder recrearse con los peces. Sobre todo con Sat, su favorito, que le parecía el rey de todos los demás. Incluso, fantaseaba con que los otros cuatro componían la corte que servía a su amigo y confidente Sat. Tres años atrás su padre le parecía igual, el mejor de los tripulantes de su barco –el Correaguas-, el más fuerte y bueno. Estaba seguro de que ese pez y su difunto padre tenían algo que ver.

     Un día, María llegó a casa con un regalo, una oportunidad de abrir al mundo a su pequeño. Después de romper en mil pedazos el papel, lujosamente decorado con dibujos de animales, y abrir la caja de cartón, descubrió un balón de fútbol, precisamente ese modelo que estaba de rabiosa actualidad por aparecer en un anuncio televisivo. Nico dio las gracias a su madre. Como no tenía amigos de su edad, decidió jugar con su compañero más fuerte: su pez Sat. Tras disponerse a chutar, hizo acopio de su fuerza y de pronto... ¡no podía ser! La burbuja de cristal se había quebrado y dejaba escapar el agua y a sus queridos peces. Los gritos desesperados de Nico atrajeron a su madre, que nada pudo hacer por salvar a los animales. Sólo disponían del agua clorada del grifo. Además de los gritos otra cosa había llamado la atención de María. Le había parecido oír algo así como: <<¡Tú también! ¡no..., Saturio!>>

     Al día siguiente Nico estaba tan conmocionado, que no pudo reprimirse como acostumbraba. Decidió contárselo a todos sus compañeros y a su profesora: los peces que hacía semanas que cuidaba con cariño y casi devoción, se habían ido al lugar del que venían, al mar, para nunca más volver. Sintió una necesidad tan grande de expresar lo que sentía, que decidió invitar a todos al entierro que tendría lugar esa tarde las cinco, junto a su cajón de arena. Allí tendrían su sepultura los cinco compañeros de los últimos días.

     Cuando Nico contó a su madre, de forma atropellada, todo lo que había pensado para la tarde, ésta no pudo contener la alegría después de tres largos y tristes años. Preparó una merienda para los recién estrenados amigos de Nico, que llegaron a las cinco, puntuales al número tres de aquella calle de la periferia. Cuando el enterramiento concluyó, todos se unieron en una canción del colegio que hablaba sobre el mar y los peces, acto seguido fue el mismo Nico el que les ofreció los bocadillos que su madre había preparado horas antes.

     Esa noche, María no pudo ahogar unas dulces lágrimas que afloraron a sus ojos. Sabía que el enterramiento suponía algo más. Era el enterramiento de los viejos fantasmas del mar, de los tabúes sobre el puerto natal. Sabía que, por fin, su marido Saturio había encontrado su lugar en el corazón y a la mente de Nico. Definitivamente sabía que su hijo comenzaba una nueva etapa. Había comprendido la razón por la que su padre se fue con el mar. María sabía que el día había llegado. Nico no, pero era él, precisamente, el que había enterrado a los grotescos fantasmas sin saberlo, como si todo hubiera sido un juego. La burbuja de Nico había sido rota por la emoción de volver a vivir en paz con sus propios sentimientos. Nunca más necesitarían, ni María ni Nico, peceras para recrear su imaginación.