V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Buscando un recuerdo

Marta Rojo Cervera, 14 años

                 Colegio IALE (Valencia)  

Era un viernes cualquiera. Yo salía del supermercado del barrio al que me acababa de mudar, cargada de bolsas, cuando la encontré. La anciana se quedó mirándome con los ojos bien abiertos y una sonrisa tan amplia que pensé que se equivocaba de persona. Como no tardé en comprobar, así era. Se acercó a mí con los brazos abiertos. Aunque intenté resistirme, me estrujó tan fuerte que las bolsas acabaron por el suelo.

-¡Carolina! -chilló con una expresión de absoluta felicidad.

Intenté librarme de su abrazo.

-Creo que se equivoca -musité, sin aire-. Me llamo Carmen.

La señora se separó de mí y se puso tan triste que me pregunté si había sido demasiado brusca.

-Lo siento, nena. Te pareces tanto a mi nieta… -dijo apenada, pero al instante cambió de expresión y me cogió con tanta fuerza que me clavó las uñas en el brazo-. Tienes que ayudarme. Me he perdido.

Me planteé si largarme sin decir palabra. Respiré hondo. Cuando iba a darme la vuelta para irme, ella dijo:

-No sé dónde está mi casa.

Desde luego, aquello era más de lo que yo esperaba oír. Sin embargo, me tocó la fibra sensible porque le agarré del brazo, recogí las bolsas del suelo y llamé a casa para decir que llegaría algo más tarde.

-Vamos allá -le animé.

Y empezamos a caminar con decisión.

-¿Vive por aquí cerca?

-Supongo, porque si no, ¿cómo habría llegado hasta aquí?

Ni le contesté. Seguimos andando muy lentamente por el barrio.

-¿Se acuerda de algo?

Ella negaba con la cabeza. Pero de pronto paró en seco y abrió unos ojos como platos.

-Señora, ¿está bien?

-Sí, cariño. ¡Mejor que nunca! Vamos por buen camino, estoy segura. Aquella parada de metro me suena.

Me dio la sensación de que mentía. Hervía de rabia.

La anciana empezó a andar sin esperarme, en dirección a la estación. Sin embargo, a los pocos pasos se giró, buscándome con la mirada. Al ver que no me había movido del sitio, volvió a acercarse. Me miró y abrió la boca para hablar, pero no la dejé.

-Mire, señora, yo no sé a qué juega. Juro que le creí cuando me dijo que estaba perdida, pero la manera en que se está aprovechando de mí me parece imperdonable –exploté.

-Esta bien, niña, lo siento mucho. Acompáñame y te lo explicaré todo.

Empezamos a andar juntas. La ancianita comenzó a contarme su historia.

-Hay algo en lo que no te he mentido: estaba perdida. No soy joven y muchas veces no me acuerdo de las cosas. El caso es que, al ver esta calle, me ha vuelto todo a la mente. Ya recuerdo quién soy y qué era lo que estaba haciendo antes de perderme. Pero no es aquí donde vivo. Al menos, no ahora.

Interrumpió su discurso cuando giramos una esquina. Sorprendida, me di cuenta de que me hallaba ante mi portal. Sin embargo, opté por guardar silencio hasta que la ancianita acabara de hablar. Pero ella se detuvo, para mi desconcierto, delante de la puerta de mi casa y acarició el pomo.

-Mírala, qué nueva está, no como cuando yo vivía aquí.

Me quedé con la boca abierta.

-Sé lo que piensas -declaró con tristeza-. ¿Qué hace una vieja como yo en una finca tan nueva? Hay que ver lo bien que funciona la memoria a veces. Me acuerdo de todo como si fuera ayer.

Con un gesto, le animé a continuar.

-Viví aquí con mi marido y mis hijos. Era mi hogar. Pero un buen día me encontré sola: mi marido muerto y mis hijos lejos de la ciudad, con su propia familia. A los vecinos de la finca les empezó a suceder lo mismo. De repente nos avisaron por carta de que el edificio iba a ser derrumbado. Nos lo quitaron todo por el maldito dinero para rehacer la finca y vender los nuevos pisos.

Dejamos pasar un largo silencio.

-¿Dónde vive ahora? -pregunté, aún sorprendida.

-Residencia de mayores, le llaman…

Otro silencio. Nos miramos y yo tomé una decisión rápida.

-Suba un rato. Tal vez eso ayude a sus recuerdos.