VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Cabezada y recuerdo

Almudena Calvo, 16 años

                  Colegio Aldeafuente (Madrid)  

Su cabeza descansaba apoyada en el asiento del coche. Dormía, con expresión triunfante después de un agotador día de colegio. Sus manitas ásperas, un poco pintadas de rotulador, sujetaban de forma inconsciente una carpeta azul. Sus zapatos, llenos de barro, eran el resultado de horas de juegos y carreras en un patio mojado. Su camisa, ligeramente manchada de tomate, estaba condecoradara por un almuerzo de macarrones. Mientras él dormía, ningún ruido le molestaba, ni siquiera cuando sus hermanos salían a trompicones del coche para subir a casa. Como siempre, era su madre la que le despertaba con cariño.

Pero aquella nublada tarde de octubre, cansada, se apoyó en el coche y se quedó mirándole. Entonces, la expresión que le hacía parecer un ángel durmiendo le trajo un recuerdo de otra tarde lluviosa de octubre, ocho años atrás, cuando exhausta después del parto, la enfermera le entregó a su niño, a su primer hijo varón, y con cuidado colocó su cabecita entre los brazos. Presa del cansancio, también ella apoyó su cabeza en la almohada y se quedó un buen rato sola en la habitación, mirándole. Pensó “que parecía un chinito”: tenía los ojos cerrados, rasgados e inocentes, la sonrisa caída, un poco de pelo negro alborotado. Poco después entró su marido, radiante de alegría. Había soñado muchas veces con su primer hijo varón, con todas las cosas que le enseñaría y el orgullo con el que le vería crecer.

Juntos, en aquella habitación iluminada, dieron gracias a Dios por su quinto hijo.

Durante la noche, la neonatóloga vino a decirles algo. Les miró directamente a los ojos y, despacio, con claridad, les anunció: “Vuestro hijo tiene síndrome de Down”.

Aquel puñado de palabras irrumpió de golpe en sus mentes, inundándoles de miedo e inseguridad. Sabían que aquella noticia iba a cambiar, en gran parte, su vida. Pero ella volvió a mirar al niño, que respiraba plácidamente en la cuna y se prometió que, costara lo que costara, su hijo sería feliz.

Así, ocho años después, vio su esfuerzo reflejado en ese rostro que dormía pacíficamente en el asiento del coche. Con sumo cuidado le dio un beso mientras una lágrima resbalaba por su mejilla. Lle dijo con ternura:

“Felipe; ya hemos llegado”.