XXI Edición
Curso 2024 - 2025
Café Serenity
Cindy RuiXin Huang, 16 años
Colegio Altozano (Alicante)
Después de semanas evitándolo, finalmente cedí ante la insistencia de mis amigas y me armé de valor para entrar en Café Serenity, un lugar con un significado profundo para mí, pues fue donde lo conocí; en donde mi vida recuperó su verdadero sentido; en donde experimenté por primera vez la calidez del amor.
–¡Bienvenida! ¡Cuánto tiempo…! ¿Mesa para dos, como siempre?
Inmediatamente reconocí aquella voz familiar: era el joven camarero que siempre nos servía.
Durante meses había evitado poner un pie en ese café. Era consciente de que cada rincón, cada mesa, cada sutil detalle me haría revivir momentos para los que aún no estaba preparada.
–No, solo para mí –le contesté con una sonrisa melancólica–. ¿Me pones un cortado, por favor?
–¡Claro! Lo acompañaremos con una porción de bizcocho. Es casero, ya lo sabe; se chupará los dedos –el bigote se le expandió al sonreír.
El local, testigo de nuestra historia, permanecía inmutable, como si el tiempo se hubiera detenido la última tarde que lo visitamos. El aroma del café recién molido flotaba en el aire, mezclándose con el suave murmullo de las conversaciones y el tintineo de las tazas. Aquella mezcla de sonidos y aromas era como una cápsula del tiempo que me devolvió a la celebración de nuestro segundo aniversario, en esa misma mesa junto a la ventana. La misma en la que una lluviosa tarde, con la misma suavidad con la que se apaga una vela, decidió marcharse.
Al principio construí una fortaleza de negación. No podían haber acabado los susurros de amor, sus cariñosos gestos, las palabras de afirmación… Me negué a aceptar una realidad en la que él no estuviera presente. Durante días actué como si nada hubiera sucedido, convencida de que él se había equivocado y me pediría perdón. En mi ingenua fantasía, creí que todo volvería a ser como antes.
La negación fue dando paso a la ira, que me consumía por dentro. Los recuerdos dulces se transformaron en cucharadas de veneno. No entendía que me hubiera abandonado quien me juró que permanecería a mi lado para siempre y que resolveríamos juntos todos los problemas que pudieran acecharnos. Sin embargo, él rompió el pacto. Me enfurecí por haberle dado en vano mi juventud.
Atrapada en un laberinto de desesperanza, comencé a tejer elaboradas justificaciones: tal vez lo hizo por mi bien; a lo mejor su padre, que estaba envuelto en negocios turbios, tuvo que ver en aquella cruel resolución, pues, al fin y al cabo, nunca aprobó nuestra relación. Me dediqué a retorcer la realidad con el fin de convencerme de que su despecho tenía una explicación lógica, que no fue una acción voluntaria, que no le quedó otra elección. La realidad, sin embargo, me obligó a encarar la verdad, reflejada en una carta con su distinguible letra inclinada. Con aquella caligrafía escribió su adiós. Desde entonces, el interés que dijo sentir por mí desapareció sin dejar rastro. Me asaltaron mil preguntas, por si todo hubiera sido culpa mía: ¿cuándo comenzó a sentirse infeliz a mi lado? ¿fui demasiado insistente en quererle? ¿le molestó que le dedicara todo mi tiempo? ¿fue suficiente lo que le di? ¿qué podría hacer para recuperarle? ¿nuestras diferencias en cosas insignificantes habían erosionado su amor?...
Como quien despierta de un largo sueño, comprendí que el pasado era territorio prohibido, que nuestra historia de amor –como muchas otras– había llegado a su punto final. Por eso era el momento de superarlo, de comenzar un nuevo tiempo sin él. Decidí centrarme en mis asuntos: recibí un curso de pintura y comencé a correr por el centro de la ciudad, para que el aire fresco de las mañanas despejara mi mente.
Sin embargo, el eco de su nombre sigue acompañándome. He aprendido que es posible aceptar sin olvidar, y que aunque respiro un aire limpio, continúo anhelando el humo…
Mientras me distraían mil y un pensamientos, una taza humeante apareció frente a mí.
–Y ahora, el bizcocho –dejó en la mesa un plato con el dulce.
–Gracias.
–No trabajo aquí, por si te lo preguntas –me informó con un deje de diversión.
Me di la vuelta para encontrarme con un chico de sonrisa fácil y mirada curiosa.
–Te vi sentada sola y como el camarero está ocupado, decidí traértelo yo –abrió las manos sobre el café y el bizcocho.
Fruncí levemente el ceño.
–¿Sueles hacer esto con desconocidos? –le pregunté con una mezcla de sorpresa y diversión.
Se encogió de hombros.
–No, pero si me hubiera quedado sentado, habría dejado pasar la oportunidad de conocerte.
No supe qué responderle. Hacía tanto que nadie me hablaba así, que miré la silla que había frente a mí y, con un leve suspiro, la señalé.
–Ya que te has tomado la molestia, ¿por qué no te sientas un rato?
Nuestra conversación comenzó con titubeos, con sonrisas que poco a poco se fueron volviendo auténticas. Por alguna razón, hablar con él no me pesaba, no me dolía. Aquella charla improvisada, entre el aroma del café y el murmullo del mundo que había a nuestro alrededor, me ayudó a que se aflojara el nudo que llevaba demasiado tiempo ahogándome.