XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

Canciones de la infancia

Coral Fernández–Palacios, 17 años

Colegio Entreolivos (Sevilla)

Era un jueves por la noche en el conservatorio de música de Triana. Las clases habían terminado y los últimos estudiantes acababan de salir hacia sus casas, corriendo como una manada de leones a los que les abren las puertas de una jaula. Los pasillos se iban perfumando con el olor de los productos de limpieza y las pisadas de Sergio retumbaban en el recién abrillantado suelo.

Sergio tenía veinte años, era alto, moreno y al sonreír se le hundían unos hoyuelos en la cara. Por las mañanas asistía a clases de Derecho en la universidad, y por la noche, entre semana, se ganaba un dinero limpiando el mismo conservatorio en el que había empezado a estudiar piano, diez años atrás. Gracias a la recomendación de Manuel, uno de sus antiguos profesores, le resultó fácil conseguir aquel trabajo, a pesar de que había dejado la música.

Aquella noche, Sergio empezó, como siempre, a limpiar los pasillos. Dejó el auditorio principal para el final. Aquel auditorio, que tanto pánico le provocaba cuando era un niño a la hora de dar un concierto, se le antojaba una sala demasiado grande, oscura y fría, en la que nadie querría estar solo de noche.

Mientras sacaba el polvo de los atriles del aula de oboe, se le cerraban los ojos de sueño. Tenía ganas de llegar a su casa para poder dormir. Pero, de repente, escuchó un golpe fuerte,como si alguien hubiera dejado caer la tapa de un piano y un quejido, antes de que regresara el silencio. Sergio se quedó inmóvil, con el plumero en una mano y sujetando un atril con la otra. Esperó unos segundos por si escuchaba algo más y al no oír nada, sacudió la cabeza y pensó que habían sido imaginaciones suyas, fruto del cansancio.

Al cabo de unos minutos, empezó a oir una melodía suave que provenía del auditorio. Su primer pensamiento fue huir del conservatorio. El segundo, telefonear a la policía. Pero recordó que no sería la primera vez que algún alumno se colaba de noche, bien para darle un susto o para pasar el rato.

Decidido a regañar a quien estuviera tocando el piano, salió del aula de oboe escoba en mano y se dirigió al auditorio. Al llegar, vio que la puerta principal estaba entornada y una luz se filtraba por la rendija de la puerta. Al empujarla, su sorpresa no pudo ser mayor al encontrarse con un niño moreno con hoyuelos como los suyos, sentado en la banqueta del piano de cola principal, concentrado mietras interpretaba “Para Elisa”, de Beethoven.

—¡Por fin! —exclamó el niño. Sergio le miró con desconcierto—. Ya podías haber venido antes y haberme ayudado a subir la tapa del piano, que no veas cómo pesa.

—Pero… ¿se puede saber quién eres y qué estás haciendo aquí a estas horas? El conservatorio es propiedad privada; podría llamar a la policía. Lo sabes, ¿verdad? —le replicó Sergio con el ceño fruncido.

—Soy alumno del conservatorio. Bueno, más o menos. Y estoy ensayando. ¿O es que no me has escuchado? ¿Sabes qué pieza es?

—Sí. Me gustaba tocarla hace muchos años. Has pisado el pedal que no es. Además, tocas demasiado rápido; ese no es el tempo.

El niño le miró y después le preguntó por qué no intentaba hacerlo él mismo.

—Ni hablar —le contestó Sergio—. Hace muchos años que dejé el conservatorio. Ya no toco el piano. Además, mi interés por la música se ha esfumado. No me gusta interpretarla, aunque de vez en cuando la escuche.

—¿Y eso?... Acabas de decirme que te gustaba tocar esta canción. ¿Por qué ya no te gusta?

—Porque millones de personas lo hacen mejor que yo. Nunca llegaré a nada con la música. Para mí el piano es un tiempo perdido.

—Pero lo importante es que disfrutes, no que seas el mejor.

Sergio reaccionó.

—Pero, vamos a ver… No sé quién eres ni por qué estás aquí, soltándome un discurso motivador. Voy a buscar el número de tus padres en el registro de alumnos para llamarles ahora mismo. Dime tu nombre y apellidos.

Fue a salir cuando se golpeó con las puertas del auditorio y cayó al suelo, inconsciente. Al despertarse estaba en la sala de oboes, apoyado en un atril y con el plumero en la mano. A través de la ventana empezaba a despuntar el alba. Sergió se senría confundido. Nunca había tenido un sueño tan extraño que recordase con tanta nitidez. Recogió sus cosas y se fue a la universidad, pero pasó toda la mañana pensando en las palabras del niño de su sueño. Al llegar la noche, como no podía dormir, se levantó y se dirigió a su antiguo teclado. Vacilante, pulsó las primeras notas de “Para Elisa”. Al acabar la pieza sonrió y se dirigió a la cama.

A la mañana siguiente se levantó y telefoneó a su antiguo profesor de piano.

—Manuel, soy Sergio. ¿Te acuerdas de mí? He pensado que me gustaría terminar mis estudios en el conservatorio superior. ¿Sabes cuándo son las pruebas de admisión?