III Edición
Curso 2006 - 2007
Caricias de esperanza
Magda Salas, 16 años
Colegio Aura (Tarragona)
Llegó a la conclusión de que amaba su vida por no tener otra opción, una vida solitaria, de esas que deseas no sufrir. Cerraba los ojos a la vida para no tener que superar los pequeños obstáculos y no los abría por miedo, probablemente, a su propia existencia.
La mala experiencia sólo le condujo al mal camino, y ese a uno peor. El bar se había convertido en su primer hogar y, a partir de la hora de cierre, no recordaba nada. Sin embargo, entre la resaca y el olor de alcohol despertaba a la mañana siguiente en el suelo, con rocío entre los labios y el frío de la noche.
No recordaba nada de su pasado. Y lloraba cada vez que veía a un niño, pues creía que no había tenido la oportunidad de disfrutar del tiempo, de reírse de la soledad, de despreocuparse.
Uno detrás de otro, los días eran idénticos al anterior y él también era el mismo de ayer. Ese fue su error: no luchó contra la infelicidad.
Cada día a las cinco en punto, cuando el cielo del invierno oscurecía, se sentaba en un banco delante del colegio. Le encantaba ver salir a los niños con las mochilas en la espalda, verles discutir sobre quién tenía más deberes, sonreírles para ver si le devolvían el saludo, pero más de una vez algún padre refinado se había quejado al director del centro.
Le prohibieron tocar a los niños, hablarles, sonreírles… A partir de ese día, los alumnos más mayores le humillaban llamándole borracho y fracasado, pero no le ofendían. Durante tantos años había sido víctima de las burlas que tenía el corazón insensible.
Las noches que no estaba ebrio se sentaba en un banco, cerca de la plaza de España, para escuchar los ruidosos coches. Luego solía pasar el camión de la basura, dejando una fetidez turbadora. Al cabo de un par de horas dejaba de escuchar a su alrededor para escucharse a sí mismo. Consideraba un gozo oír su propia conciencia, su propio yo. No tenía a nadie que pudiera ayudarle, darle una segunda oportunidad. Su existencia era indiferente a los ojos de los demás…
Hasta que decidió poner fin a su vida. Las luces de las calles se habían encendido y el tráfico era menos denso que de costumbre. Buscó una calle sin salida, cerca de la plaza. Era un lugar oscuro: nadie le encontraría en días, quizás semanas. Afiló la navaja para asegurar que se desangraría en poco tiempo.
Entonces tuvo miedo, miedo al miedo, a la muerte, a sí mismo. Sabía que su cuerpo no sería reclamado por nadie, y entristeció aún más.
Mientras se preparaba, entre las sombras apareció una niña. La pequeña se acercó y le palpó las mejillas con sus suaves dedos. Lo hizo con cariño y compasión, como si aquellos dedos ya hubieran acariciado aquella cara.
Los recuerdos parecían renacer como cuando amanece el sol después de una larga noche. El hombre sintió que sus almas hablaban, que el tiempo se paraba. Se avergonzó de sus propósitos cuando la niña, con una voz dulce como la miel, balbuceó:
-Papá, es hora de volver a casa.