III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Carlos y Mario

Irene Tor Carroggio, 15 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

       Entró en el minúsculo compartimento del tren y suspiró resignado. El B2 era su asiento. Pero, entonces, ¿qué hacía aquella anciana allí? No se atrevió a reclamar, se calló y se sentó enfrente. Unos minutos más tarde entró una chica muy joven, quizá demasiado para viajar sola hasta París. Entró sin levantar los ojos del suelo, se sentó y sacó un libro que, por las gruesas tapas de cuero grabadas con letras doradas, parecía una Biblia.

       El tren se puso en marcha, lenta, muy lentamente, como si le diese pereza tener que correr a esas horas intempestivas. Carlos miraba por la ventanilla. Algunos viajeros se despedían agitando pañuelos, otros prometían largas cartas que nunca llegarían y alguno que otro corría, desesperado, tras el tren.

       Carlos pensaba en Mario. Él, seguramente, hubiese sido capaz de decirle cariñosamente a la anciana que ése era su asiento. Ella se hubiese levantado de inmediato, con una sonrisa en la boca, disculpándose una y otra vez. Mario también hubiese saludado a esa chica y le hubiese preguntado qué leía. Mario lo hubiese hecho mejor, mucho mejor que él.

       Carlos volvía del ejército. Se había alistado hacía dos años y ahora volvía a casa. Mario, por el contrario, había estudiado, como él decía, hasta el final. Era químico y trabajaba en una conocida industria farmacéutica. Su madre estaba muy orgullosa de Mario. De él, quizá no tanto. Mario estaba casado y tenía dos niñas muy rubias y muy monas. Demasiado monas. Eran educadas, no decían palabrotas ni comían con las manos. Su mujer era también rubia; parecía una artista de cine. De hecho, lo había sido, bueno, más o menos... Se llamaba Esther y era la mujer más bella que Carlos había visto jamás. Había sido su amor platónico desde la infancia, uno de esos amores que no se olvidan por el dolor que te causan, que te deja herido de por vida. Pero siempre gana el mejor. Y ese era Mario, su querido hermano Mario.

       La joven se revolvió nerviosa en el asiento. Llevaban más de dos horas de viaje y nadie decía una palabra. Carlos pensó hablar. A ver, ¿qué podía comentar? Hombre, podía contarles lo maravilloso que era su hermano, lo mucho que todos le querían, lo fracasado que se sentía él… En fin, nada del otro mundo. Mejor callar.

       Carlos se había alistado en el ejército para sentirse útil y alejarse de casa y de Mario a la vez. En París estaba él, y éste parecía ocupar la ciudad entera con su sola presencia. Dejó a su madre sola en el apartamento, pero ésta le había dicho que estaría bien, que si necesitaba algo Mario la ayudaría. Claro que lo haría. Mario podía con todo.

       “¿No te da vergüenza que tu hermano saque mejores notas que tú? ¡Vago, que eres un vago!” “Dile que soy Esther y que me gustaría conocerle. ¿Crees que podría salir con él?”. Carlos recordaba algunas de esas frases que intentó olvidar cuando cogió el primer tren, hacía dos años. Pero las llevaba tatuadas en el corazón. Cerró los ojos y se imaginó un mundo muy parecido a este, con árboles, un sol y un puñado de estrellas, pero sin Mario, sobre todo sin Mario. Y reconfortado por estos pensamientos se durmió mientras el tren se alejaba a toda prisa. La noche caía en París.