III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Carta desde Sint Maarten

Esther Castells. 17 años

                  Colegio Vilavella (Valencia)  

      Sint Maarten, 1912

      Ya viejo y encanecido, escribo esta carta con la esperanza de recibir algún día tu perdón, Liese. Tras treinta años de indecisión, he reunido el valor suficiente para contarte mi historia, entera y por completo, sin omitir ningún detalle, con el deseo de alcanzar tu misericordia. Sé que te he herido profundamente y de forma consciente, pero ahora sólo anhelo que leas esta carta y tengas compasión por mí. Compadéceme, hija mía, porque en mi vida he traspasado todos los límites, violando las leyes divinas y humanas.

      Nací en uno de los numerosos barrios de clase media de la ciudad de Ámsterdam, en el año 1840. Fui hijo póstumo de Hans Hauer, mediocre padre y minero, muerto tras ser apaleado por el impago de unas deudas. Mi madre, Liese Hauer, viuda y arruinada, se vio obligada a buscar trabajo como costurera en la mansión Holstein. Y aquí comienza la verdadera historia: los Holstein pertenecían a la alta sociedad. Edmund Holstein había fortalecido el emporio de la metalúrgica que fundó su padre, Friedrich Holstein en 1800, enriqueciéndolo con su salida a la bolsa. Trabajar en la casa Holstein significaba la obtención de cobijo, manutención y un buen sueldo. Consciente de mis necesidades, mi madre comenzó agotadoras jornadas al servicio de la señora Holstein, Griselda, su cuñada Bianca y las demás mujeres de la familia. Mientras tanto, yo fui creciendo a la par que Brigitte Holstein. Sí Isabel, hablo de tu madre, víctima de mis despechos y uno de mis fantasmas empapados en alcohol. Aquel niño que había llegado a la casa sucio y andrajoso en el invierno de 1850, se había convertido en un ambicioso muchacho de dieciocho años que concentró todos sus esfuerzos en un único fin que justificaba todos los medios: me sentía avergonzado de mi pobreza y contemplaba con amargura ese mundo aparentemente perfecto al que aspiraba pertenecer. Pero para los Holstein sólo era el taciturno joven de los recados, sin perspectiva alguna. Comprende entonces que viera a tu madre como trampolín para alcanzar mi objetivo: era hija única, rica, hermosa…, e inexperta. Siempre estaba acompañada por su aya y poco sabía del amor, excepto por las novelas que leía a escondidas. Me aproveché de ello, del candor y la dulzura de Brigitta. Empleé las únicas armas que poseía a mi favor para enamorar a tu madre, y así hacerme con la fortuna de tu abuelo: mi ingenio, juventud y atractivo físico. Y comencé el cortejo: desde las notas escondidas a las apasionadas pero falsas cartas de amor que redactaba, así como un enérgico pero calculado entusiasmo ante su presencia. Lo conseguí: tras un sonoro escándalo en la mansión, tu abuelo no tuvo más remedio que aceptarme como yerno. Conseguí que me pagase los estudios de contabilidad, la licenciatura y que me emplease en su administración financiera, donde me hice indispensable, portador de muchos secretos que ponían en peligro las fundiciones Mariental. Fue vil y rastrero por mi parte, y me arrepiento amargamente.

      La boda se celebró el 15 de octubre de 1868 en la Nieuwezijds Kapel. Tu madre, para disgusto de Edmund, transmutó su ilustre apellido burgués por el de Hauer. Tu abuelo intuía que destrozaría la vida de su hija. ¡Pobre Brigitta! Era una buena mujer, en el amplio sentido de la palabra. Siempre me amó, aunque yo no mereciese ese amor. La trataba cruelmente, hasta desarmarla. Se convirtió en una figura triste y melancólica que luchaba por alcanzar algo que nunca conseguiría: mi cariño.

      Pensarás que soy un pérfido verdugo y no te equivocas, pero veo mi muerte próxima, y ahora el justiciero es ajusticiado. Espero saldar, aunque sólo sea una pequeña parte de la deuda que tengo para contigo, hija.

      Naciste tres años después, en agosto de 1871. Estábamos en la villa de verano cuando tu madre se puso de parto, aunque tardaste en llegar, ya muy entrada la noche, en medio de la tormenta de verano más fuerte que nunca he visto. Quizás fue algo premonitorio. Cuando te tomé en brazos, viví los pocos sentimientos buenos que han aflorado en mí. ¡Eras tan diminuta!, un calco perfecto de los Holstein excepto en los ojos y la barbilla, que se decantaron por mí, el mismo azul plomo y el mentón orgulloso de mi padre.

      Te bautizamos como Henrietta Liese Hauer en noviembre de ese mismo año en la capilla donde nos casamos, constituyendo un verdadero acontecimiento social. Ese año, muchas familias de buen nombre comenzaban a invertir en América. Los Holstein no se mantuvieron al margen: invertimos en campos de caña de azúcar. Tu abuelo me encargó la administración de esas inversiones.

      Durante once años de matrimonio había desarrollado un vago y egoísta cariño hacia tu madre, pero tú eras y serás lo mejor de mí, mi mayor regalo. Y lo desprecié, os desprecié a las dos por unos millones de libras en el Caribe. El 12 de enero de 1882 tomé el “Goethe” rumbo a las islas. Mientras hacía las maletas, tu madre lloraba en el salón con las manos entrelazadas bajo el vientre. Tú me esperabas en el umbral de la puerta con gesto dolorido y desafiante que hablaba de tu futuro. Estabas a punto de convertirte en toda una mujer: fuerte, voluntariosa, con un carácter de hierro, Lise. A pesar de tu primer nombre, siempre preferí llamarte Lise, como mi madre, a la que hice sufrir tanto… Os he hecho sufrir tanto… Mi pecado ha traído la desgracia a dos familias. Ten compasión de mí, no ya por mi vejez, que sólo es un disfraz que disimula mis faltas, sino por un hombre que, con los años, se ha dado cuenta de todas sus faltas e implora perdón por ellas. Implora por mí a ese Dios al que he burlado durante toda mi existencia. En la mansión había un jardín, y en ese jadín un árbol que quedó calcinado por un rayo… Nadie quiso darle una oportunidad, excepto tu madre, convencida de que daría nuevos brotes.

      Ya eres toda una mujer, Lise, amante esposa y madre, que habrá olvidado a este pobre viejo. Pero espero que, como en ese árbol surjan nuevos brotes de cariño que conduzcan a una reconciliación. Yo no puedo reconciliarme conmigo mismo, pero confío en que tu buen corazón nos salve a ambos.

      Tu padre,

      Luther Hauer.