XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

Castillos y montes
sobre mi mesa 

Javier Mazo, 14 años

Colegio El Prado (Madrid)

Soy una persona imaginativa y algo dispersa. Por eso, cuando de niño se terminaba el patio y regresábamos a clase, en cuanto me sentaba a la mesa abría el estuche para ir sacando lápices y rotuladores de colores. Enseguida me ponía manos a la obra: iba construyendo un castillo, que llegaba a alcanzar los cuatro pisos (es decir, formaba un cuadrado con filas de lápices y rotuladores, colocados con mimo uno encima de otro), con dos altas torres que eran los subrayadores, que por tener una tapa plana podían colocarse en vertical, como si fueran soldados dispuestos a entrar en batalla. 

Para el rey y la reina usaba una goma de borrar y el sacapuntas, y de estandarte el mismo estuche, encaramado al mástil de un lapicero. No me resultaba fácil conseguirlo. De hecho, muchas veces resbalaba alguno de los componentes de la fortaleza y se me iba toda al suelo, para regocijo de mis compañeros y recelo del profesor, que estaba al tanto de mis aficiones constructoras. Sin embargo, más de una vez mis compañeros rompieron a aplaudir en el momento que conseguía colocar al rey en lo más alto de una de las torres.

Tras la victoria, tardaba unos días en recuperarme para volver a empezar otro proyecto. Construir una réplica del Everest era uno de ellos. Para lograrlo necesitaba la ayuda de mis compañeros, pues reunir todo el material no era fácil: el lapicero del de detrás, los rotuladores del de la esquina, el compás del que se sentaba en primera fila… Cuando juntaba todo, me quedaba la montaña más alta y bonita del planeta. El problema era que luego no recordaba de quién era cada cosa y tardaba en devolver aquella colección de material escolar. 

Las guerras de lápices contra las gomas de borrar, el saltar de mesa en mesa para ver quién llegaba más lejos, las disputas con reglas a modo de espada, limpiar la pizarra con un hábil lanzamiento de borrador de lado a lado del encerado… Aquellos juegos de la infancia, con su dosis de trastada, eran divertidísimos, aunque yo prefería la construcción de castillos y montes, pues como dijo Jacques Rouxel: <<Probando continuamente, acabamos por conseguirlo. Por tanto, cuanto más fallamos, más oportunidades tenemos de que funcione>>.

A mis catorce años todo eso está superado. En mi estuche solo hay un lápiz unos bolígrafos y una goma, nada más. La vida nos hace madurar, que es el precio para dejar la infancia, con sus acciones y sentimientos. Pero a todos nos gusta conservar la inocencia de aquellos juegos para el resto de nuestra vida.