XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

Como una botella
de champán 

María Gracia Ballarín, 17 años 

Colegio Altozano (Alicante) 

Iba en coche, apretujada entre mis dos hermanos. Me sentía agobiada, muy agobiada. Las emociones que llevaba dentro me sofocaban y amenazaban desbordarme, hasta el punto de que en determinados momentos del trayecto tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no llorar. Me quemaba la garganta y luchaba por contener las lágrimas, que desafiaban al principio de la gravedad. Era domingo por la tarde y, conforme nos acercábamos a la ciudad, mi ansiedad crecía. 

Vimos las primeras farolas que alumbraban las calles desiertas del extrarradio. A medida que nos acercábamos al centro, los edificios se hacían más altos, las avenidas eran más amplias y la actividad iba en aumento. También mi sensación de asfixia. Me sentía atrapada en una rutina agobiante. No me gustaba y no encontraba ninguna motivación que me ayudara a vivir.

Estaba asustada y asombrada a causa de la intensidad de las emociones que me constreñían. Si en mi interior gritaba con angustia, en mi exterior permanecía en silencio. Me sentía como una botella de champán: si quitaba el tapón, no habría marcha atrás.

Había discutido con mi madre y, de rebote, con mis hermanos. Y no había terminado de desenfadarme cuando me volvía a enfadar, esta vez de mi debilidad. No me entendía ni yo misma. Todo me molestaba.  

Puede parecer contradictorio, pero al mismo tiempo me sabía viva al desarrollar una capacidad de mirar la realidad desde otra perspectiva: desde un ángulo oscuro que me oprimía el alma, desconocido hasta entonces. Y eso lo hacía interesante.

Al llegar a casa entré en mi habitación. Al ver la mesa de estudio, decidí hacer como si no existiera. Me duché y me fui a la cama, tratando de no pensar, porque sabía que cuanto más pensara peor se pondría la situación. Cerré mi mente, las emociones y todo lo que estaba experimentando, y actué a ciegas, guiada por el instinto, que me garantizaba una supervivencia más cómoda si no me planteaba ninguna clase de retos.

Me había hecho una experta en meter los problemas en un compartimento estanco y tragarme la llave. Así había logrado una existencia simplona y mecánica. Al menos al principio, porque no sabía que en mi interior no tengo un número infinito de compartimentos. Y que aquel domingo por la tarde había llenado el último. No había espacio para seguir almacenando pensamientos, bajo la presión amenazante del champán de la botella.

Por ello, me levanté, cogí papel y lápiz y, sin dudarlo, comencé a volcar todo lo negro que había en mi corazón. Y descubrí que es la manera de relativizarlo.