II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Con su blanca palidez

Guillermo Laborda

               Colegio Vizcaya  

    Sentado en lo que iba a ser mi habitación durante aquel fin de semana, comencé a pensar en mis cosas. La música de mi mp3 me mantenía apartado de aquel frío y oscuro lugar. Mientras escuchaba las sucesivas canciones, imaginaba la tarde que podría estar pasando junto a mis amigos. Miré el reloj; eran las seis y media. No había pasado siquiera media hora desde mi llegada y ya me sentía solo, sin saber qué hacer. Me acerque a mi mochila y saqué el móvil y el libro que había traído para combatir el aburrimiento, pero en aquel momento me era imposible leer, pues a esas horas normalmente estaba patinando o con mi pandilla en algún bar. Mi cabeza estaba allí, con ellos.

    Me encamine hacia la puerta, cogí la chaqueta y salí presuroso de aquella casa. No quería pasar un segundo mas allí. Mi padre me llamó mientras salía, pero no entendí qué me quería decir.

    Había anochecido y decidí avanzar calle abajo. Mientras caminaba, no paraba de pensar en el momento en el que mis padres me dijeron que íbamos a ir a ese pueblo alejado de la mano de Dios. No paraban de repetir que aquel sitio era precioso, sentían algo especial por aquel lugar, quizás lo habrían conocido juntos de jóvenes. Pero a mí me parecía un montón de ruinas y casas viejas.

    Me detuve y miré a mi alrededor. Ni un alma, nadie con quien hablar, nadie con quien pasear. Normalmente hubiese salido a dar una vuelta con mi padre, pero había discutido con él. Miré hacia atrás y vi la casa, lejana. La reconocí gracias al farol que alumbraba la entrada, pues era de los pocos edificios habitados.

    Me acorde del móvil, lo saqué y lo estuve mirando un rato. No quería llamar a nadie, no quería parecer pesado. Además, estaba casi sin batería y no quería arriesgarme a perder mi única conexión con mi mundo. Deseaba que me llamase alguien para desahogarme y expresar mi soledad. Volví a guardar el teléfono y me tumbé en un banco que había a un lado del camino.

    De repente me estremecí. Se veía un cielo enorme, infinito. Seguí mirando al cielo y reconocí diferentes constelaciones que mi padre me había enseñado a lo largo de los años: allí estaban El Carro, Neptuno, Casiopea... También se veía Venus, el primer planeta en aparecer. Y, como no, la luna: llena, blanca e inmensa, parecía dominar el firmamento.

    Recordé entonces un tema de Procol Harem,“Con su Blanca Palidez”. Pensé que tenía que haber sido una noche como esa cuando compusieron esa canción. Seguí mirando el imponente cielo pero mi mente decidió recordar los momentos que había pasado con mi padre, paseando, hablando de música y escuchándole con atención todos aquellos nombre de estrellas que él había aprendido con afán. Me tuve que levantar del banco. Me incorporé de golpe. Las lágrimas se deslizaban sobre mi rostro, pero no sentía pena; tan solo rabia de haberme enfadado con él y, aunque me pareciese imposible, le echaba de menos. Él estaba a cien metros de casa, pero no era la distancia material la que nos separaba. Me sequé las lagrimas y avance hacia el caserío.

    Cuando entré, mi padre salió a mi encuentro y me sonrió. Entonces le pregunté si le apetecía venir conmigo afuera y contemplar ese cielo infinito del que tantas veces me había hablado. Él acepto, me abrazó y salió conmigo.

    Una vez fuera nos sentamos en un banco y comenzó a explicarme lo de tantas veces. Daba igual, porque cada vez era diferente y cada vez me gustaba más. Entonces mi pantalón se iluminó; el móvil se había apagado definitivamente, pero daba lo mismo. Estaba con mi padre bajo aquella imponente luna que nos iluminaba con su blanca palidez.