XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

Conticinio

Alfonso Martínez Gayá, 18 años 

Colegio El Prado (Madrid) 

La noche del 24 de diciembre es de celebración y alegría en todos los rincones del mundo. Se trata de una fecha esperada con entusiasmo por buena parte de la humanidad. No era el caso de Santi, a quien la Navidad solo le producía tristeza y dolor, por ser el aniversario de la muerte de sus padres, en un accidente de tráfico que ocurrió de madrugada, cuando Santi tenía siete años, a la vuelta de la habitual cena familiar en un restaurante italiano. Fue una piedra, o tal vez un clavo lo que reventó una de las ruedas del coche, que perdió el control y chocó contra un árbol. La ambulancia no tardó en llegar, pero solo sobrevivió el niño. De aquello habían pasado más de treinta años, pero Santi lo revivía como una pesadilla cada Nochebuena.

La vida no le fue bien. Poseía un cojín y un saco de dormir, que cuidaba como si fuesen de oro. Además custodiaba la esquina de la calle Ordoñez como si fuese la mejor de la ciudad. Como en Navidad los mendigos recibían alguna limosna más generosa, Santi colocó su vaso en la acera para aprovechar la mucha afluencia de gente, y se sentó a la espera del tintineo de las monedas. 

Con lo recaudado, podía cenar un bocadillo de lonchas de pavo. Lo compró en un supermercado y, viendo que eran casi las once de la noche, echó a correr hacia el albergue, no fueran a poner el pequeño cartel rojo que indicaba el aforo completo. Y así fue. Santi dormiría en la calle.

Caminó sin rumbo fijo. Hacía frío y su estómago no paraba de recordarle con gruñidos que todavía no había cenado. Tenía el bocadillo, pero había decidido reservarlo para cuando encontrase un sitio donde dormir. Al ver las luces en los pisos, se imaginó las reuniones familiares. Sin quererlo, rompió a llorar.

Entró en un callejón. Al fondo advirtió la presencia de un niño, en pie junto a unos contenedores de basura. Llevaba ropas mucho más sucias que las suyas. Al mirarle, el aspecto del pequeño le indicó que no había comido. Sin decir una sola palabra, Santi se sentó junto al muchacho y le entregó el bocadillo, que comió con ansia. Después bostezó y se quedó dormido, apoyado en el hombro de Santi, que procuró darle calor con su chaqueta. Así pasaron las horas, sin que Santi pudiera conciliar el sueño. Las piernas y los brazos le hormigueaban. A las doce escuchó el repique de las campanas de una iglesia. Con un suspiro, cerró los párpados.

Despertó. No sabía cuánto tiempo había pasado. No sentía hambre ni frio. De hecho, se sentía confortado, como nunca. Aunque seguía en el mismo lugar, todo le pareció diferente. Entonces se dio cuenta de que el niño se había marchado. Alzó la vista cuando los rayos del sol se colaron por el callejón. Se puso en pie y avanzó hacia la bocacalle, donde se asombró al ver al pequeño, que vestía una ropa luminosa. Él era el sol y era el calor que le daba tanto bienestar.

Santi se acercó. Mirándole a los ojos, lo entendió todo. Se inclinó ante el niño y le susurró:

–Gracias.