X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

Corazones solitarios

Irene Cánovas, 14 años

                  Colegio Iale (Valencia)  

El mejor día de tu vida llega cuando descubres el amor. Entonces te das cuenta de que tu existencia ha tomado otra dimensión: cada hora se llena de sentido.

Tengo sesenta años, aunque me gusta disfrazar mi edad para aparentar que soy un poco más joven. Al medio día suelo bajar a la calle con el pretexto de comprar el pan. Es la ocasión que encuentro para salir de casa y darme un paseo.

Un día decidí ir algo más pronto, para cambiar de aires, pues tenía todo el tiempo del mundo. Tiempo es lo que más tenemos los jubilados. En cuanto llegué pensé que menos mal que no tenía prisa, porque había una larga cola de gente para comprar el pan. Cogí mi turno y me senté en un banco junto a la puerta del despacho. Era el único que se había sentado; los demás estaban demasiado atentos por si tocaba su número.

Poco a poco la panadería se fue despejando. Fue entonces cuando la vi. Llevaba el pelo recogido en un moño, como las demás dependientas, pero el suyo quedaba mejor, o eso me pareció. Tenía la cara redonda, el pelo color miel, la piel blanca y aunque se le notaban las arrugas de la edad, nunca había visto una cara más bonita y dulce. Sus ojos parecían dos lunas y su sonrisa, aunque no era perfecta como la de un anuncio de ortodoncia, era radiante y muy contagiosa. Su voz despertó mi ilusión; parecía la de un ángel.

-¡Número 89! ¡Número 89!- dijo con energía.

-Yo –respondí, aún ensimismado en mis pensamientos.

-¿Qué le pongo?

-Una barra grande de pan integral.

-¿Algo más? –añadió mientras cogía la barra de pan y la metía en una bolsa.

-No; eso es todo.

-Es usted cliente habitual, ¿no? Pues le voy a regalar una rosquillita.

-No, no hace falta –dije un poco avergonzado

-Insisto.

-Si no hay más remedio… –. Se me dibujó una media sonrisa y acabé mirando al suelo.

Le pagué y me fui con una esperanza en el corazón. A partir de entonces empecé a ir más temprano, a arreglarme más de lo habitual y a tratar de coincidir con Elisa, la dependienta. Noté que ella también se arreglaba un poco más y, aunque trataba con cortesía a todos sus clientes, conmigo siempre tenía un detalle: me regalaba algún dulce aunque yo me negara a aceptarlo. Pero ella, además de risueña y divertida, era insistente y, al final, terminaba por convencerme.

Unos meses después me sorprendió:

-Hola, Manuel -. Cuando ella decía mi nombre, a mi se me encogía hasta el estómago

-Hola, Elisa- contesté torpemente.

-Estaba… Estaba pensando que, si quieres, solo si quieres, podríamos… ¿ir al circo?

En ese momento no había otros clientes en la panadería. La miré extrañado y sorprendido, casi sin poder articular palabra.

Ella continuó:

-Me han dado unas entradas para mis “nietos”, ya sabes, propaganda, y la verdad es que no tengo nietos a los que llevar.

-¿Estás soltera? -le pregunté un poco azorado.

-Sí. ¿Y tú? –me devolvió la pregunta con su habitual jovialidad.

-También -contesté rápidamente, poniendo mi mejor sonrisa.

-Ah… Bueno… Si quieres ir, vamos. Lo que tú quieras…

-Venga, vamos, claro que sí –. Esta vez fui yo quien tomó la iniciativa-. ¿Cuándo es?

-Pues resulta… que es hoy.

-Perfecto. Mi calendario está vacío. Paso a las cinco por aquí, ¿te parece bien?

-A las cinco. Yo llevaré la merienda -me dijo con su sonrisa habitual.

Y con dos besos de un saludo medio formal, nos fuimos al circo a pasarlo en grande, como si fuésemos niños otra vez.

La verdad no sé qué nos deparará el futuro, qué pasará mañana ni pasado, pero estoy seguro de que será algo precioso. Siempre he estado solo y, creo, es hora de dejar de estarlo. La vida ya ha pasado cuando te das cuenta.