X Edición
Curso 2013 - 2014
Cornadas de espejo.
Cornadas del alma
Carmen López López, 16 años
Colegio Senara (Madrid)
Habitación 113 del hotel Wellington. El bullir de los amigos y aficionados que antes le desearon suerte, ha dado paso al silencio.
La colcha turquesa que cubre la cama, aún conserva la huella de su torso. En vano, ha tratado de descansar, apurando los últimos instantes antes de vestirse. Las arrugas sobre el cobertor demuestran que ha sido un mero duermevela, constantemente interrumpido. Las almohadas, una sobre otra, conservan los sueños de triunfo y gloria como el temor al fracaso, culpables de que el descanso haya sido imposible.
En frente, sobre una elegante mesa de caoba, han instalado una Capilla portátil con la imagen de la Macarena, la Virgen más torera, aquella que vistió luto a la muerte de Joselito, “El Gallo”. Es la misma Capilla que acompañó al maestro, Luis Rodríguez Mejías durante sus treinta años de alternativa. Junto a ella, una vela encendida mantiene vivas las oraciones que hoy, ya vestido de blanco y oro, ha rezado Luisito antes de salir hacia la plaza.
En la entrada de la habitación hay un cuarto de baño revestido con mármoles de Carrara. La luz está encendida. Un hombre está de pie frente al espejo. Viste un elegante traje inglés, de raya diplomática. En el bolsillo superior de la chaqueta apenas asoma un pañuelo de seda a juego con la corbata. A pesar de los años transcurridos, conserva el porte que tenía cuando era la máxima figura del toreo y ocupaba las portadas de las revistas taurinas y de los ecos sociales.
Se mira fijamente al espejo, que le devuelve la imagen de su rostro palidecido, como si quisiera rechazar, con espanto, la mirada reflejada. Una cicatriz surca el lado izquierdo de su cara, desde el pómulo hasta debajo de la nuez. Es una cornada “de espejo”, esas que se ven todas las mañanas al afeitarte y manifiestan que el toreo no es un juego, que los toros traen la muerte en sus pitones. Se la dio Perdiguero, un jabonero de Concha y Sierra en la Monumental de Barcelona, al iniciar la faena con un pase cambiado con la muleta plegada en el brazo izquierdo, como si fuera un cartucho de pescado. La espada la llevaba en la derecha. Citó de lejos al toro y cuando éste iba a entrar en jurisdicción, desplegó la muela con la intención de sacar el trapo por delante del cuerpo y rematar el lance como si fuera un pase de pecho, cambiando así la trayectoria del toro.
Estuvo un mes entre la vida y la muerte. Cuando reapareció, tres meses después, quiso que fuera en la misma plaza y con la misma ganadería. A su primero le dio el mismo pase cambiado que había estado a punto de costarle la vida.
En el encierro de esta tarde también hay un toro de nombre “Perdiguero” y en el sorteo le ha correspondido al toricantano.
El hombre se acaricia suavemente la cicatriz con la yema de los dedos. Él, que tuvo fama de temerario, no ha tenido hoy valor para asistir a la alternativa de su hijo. La voz rota del maestro, dirigida al espejo, rompe el silencio:
-Miedo, espanto, horror, pavor, pánico, repelús, cobardía, jindama, canguelo, canguis, julepe y cerote… Es la quinta vez que te lo digo y hoy no te vas. Te has agarrado a mis entrañas como una maldita lapa, más que cuando era yo quien toreaba –se dice a sí mismo-. Prohibí que en casa se hablara de toros y te enviamos a estudiar a Londres para que no conocieras el ambiente del toro. Nunca te ha faltado nada, todo lo que nos has pedido te lo hemos dado. ¿Por qué has tenido que ser tú también torero, hijo mío?...
Se palpa de nuevo la cicatriz.
-Peor que las cornadas de espejo son las cornadas del alma, las que te da la vida -masculla entre dientes mientras recuerda el momento en que su hijo, hacía apenas un año, con el semblante serio y mirándole fijamente a los ojos, le había anunciado su decisión, y como él, en vano, había tratado de disuadirle.
Mira su reloj de pulsera. Las siete y veinte.
<<En este momento>>, piensa, <<ya te habrán cedido los tratos de matar y te dirigirás al centro del ruedo para empezar la faena>>.
-“¡El cartucho de “pescao”, no, Luisito! –le sale de dentro-. Qué los de las patas negras tienen muy malas intenciones…
Una ráfaga de viento ha abierto las ventanas de la habitación y ha apagado la vela de la Macarena. Al tiempo, el maestro presiente cómo Perdiguero se arranca violentamente hacia el centro del ruedo, donde le espera su joven matador. Al instante, una intensa quemazón le abrasa el pecho, el mismo dolor que provoca el pitón cuando rasga la carne. Su cuerpo se desploma sobre el suelo de mármol.
Al mismo tiempo, en la plaza, se hace, expectante, el silencio.