V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Cruce de caminos

Marta Rojo Cervera, 14 años

                 Colegio IALE (Valencia)  

Carlos miró por la ventana del autobús y al ver por qué calle estaban pasando se preparó mentalmente. Ensayó una sonrisa y miró con atención a través del cristal, esperando, esperándola.

Y llegó a la esquina de la calle en la que le había visto por primera vez.

Fue un día de septiembre, uno de los primeros del curso. El autobús realizaba su ruta habitual, Carlos miraba por la ventana y los niños cantaban.

De pronto, al llegar a una calle céntrica de Madrid donde recogían a seis o siete niños, el autobús frenó en seco para dejar pasar a otro minibús escolar.

Y en ese momento la mirada de Carlos se cruzó con la de otra chica de su misma edad que lloraba sentada sola y encogida en el autocar.

Se quedó mirándola, embobado y apenado y ella le miró a su vez y, sin dejar de llorar compuso una sonrisa triste y le saludó con la mano.

Desde ese día sus autobuses se cruzaban exactamente en el mismo punto de la calle y a la misma hora y entonces tenía lugar lo que Carlos había acabado por llamar el “saludo matutino”.

La chica del otro autobús pasaba por su lado mirando por la ventana, buscándole con los ojos y ambos se sonreían. A Carlos le hubiera gustado saber algo más de ella: dónde vivía, a qué colegio iba, y, sobretodo, cómo se llamaba. Y poco a poco surgió en su cabeza una pequeña y extraña idea: se había enamorado de alguien a quien no conocía de nada.

Fueron pasando los días y los meses y todas las mañanas, sin excepción la pareja intercambiaba sonrisas tímidas y saludos. Y cada día, Carlos tenía la sensación de que aquella chica parecía triste o insatisfecha por algo, sentada siempre sola y sin girarse para hablar con nadie. Pero, claro, no tenía oportunidad de preguntárselo.

Una mañana de lunes, sin embargo, ocurrió algo extraño que rompió la rutina de aquel saludo que Carlos estaba tan feliz de poder compartir.

Cuando los autobuses se cruzaron, Carlos esbozó una sonrisa amable y se dispuso a dedicársela a esa chica que tanto le gustaba. Sin embargo, enseguida advirtió que algo no iba bien.

Para empezar, ella no estaba sentada en su asiento habitual, en la parte delantera del autocar sino en uno de los últimos asientos. No miraba por la ventana por una sencilla razón, tenía la cabeza enterrada entre las manos y lloraba amargamente. A su lado se sentaba un chico algo mayor que Carlos, que agarraba a la chica fuertemente de un brazo e intentaba levantarle la cabeza con un gesto iracundo. Mientras otros miraban, el chico abría mucho la boca, como si estuviera chillándole y en una ocasión hasta llegó a levantar una mano con un gesto amenazador.

Carlos golpeó el cristal de la ventanilla, rabioso, intentando que los del otro autobús le prestaran atención pero los autocares se separaron antes de que pudiera conseguirlo.

El día siguiente resultó extraño. Carlos miró por su ventana en el lugar habitual pero ella miraba hacia delante con una expresión indescifrable. De nuevo, los esfuerzos del chico por hacerse ver fueron en vano.

El miércoles, al fin, Carlos tuvo su oportunidad de oro: un tapón de tráfico inacabable justo en el punto de cruce de los dos autobuses. La tenía al otro lado del cristal, mirándole con aquella sonrisa tan suya. Como vio que aquello iba para largo sacó su libreta de la mochila y arrancando una hoja escribió con letras enormes: Te vi anteayer.¿Estás bien?

Ella al ver el mensaje también sacó una hoja de su mochila y respondió: Sí, gracias, no fue nada. Solo una pequeña discusión con los de atrás.

La respuesta de Carlos fue escueta: ¿PEQUEÑA discusión? Pudo verla reírse y antes de que tuviera tiempo a contestar añadió: ¿Cómo te llamas?

Estela, escribió ella en su papel.

Estuvieron “hablando” de esta forma más de veinte minutos, durante los que cada uno descubrió cosas del otro. Fue extraño y a la vez hermoso y cada segundo que pasaba, Carlos sentía que conocía a Estela de toda la vida.

Todo parecía ir de cine, el momento era perfecto y entre ellos dos cada vez había un confianza mayor. Pero la cosa empezó a torcerse.

El causante de esto fue, cómo no, el chico que Carlos había visto el otro día chillándole a Estela. Lo que hizo fue ponerse de pie, atravesar el pasillo del autobús y arrancarle la libreta de las manos a su amiga. Cuando hubo leído lo que estaba escrito se giró, miró a través del cristal y empezó a reírse. Luego, con una sonrisa burlona en la cara y con todos sus amigos alrededor se dirigió hacia ella, haciendo grandes gestos de burla.

Carlos ya tenía unas ganas tremendas de saltar sobre él cuando miró a Estela, y su reacción le sorprendió: así como el día anterior la muchacha solo había podido romper a llorar como respuesta a las burlas de aquel chico, esta vez le miró a los ojos, desafiante y con una media sonrisa le quitó su libreta de las manos. Luego se colgó la mochila del hombro y se dirigió a la parte delantera del autocar, que quedaba fuera del alcance de la vista de Carlos.

Él suspiró y apartó su mirada de la ventanilla. Se quedó mirando hacia delante hasta que, un minuto después oyó unos golpecitos en el cristal y volvió la cabeza.

Allí abajo le esperaba ella, sonriente y agitando la mano como saludo. Sin pensárselo dos veces, Carlos cogió sus cosas y pidió al conductor que le abriera la puerta.

-Ella me espera -murmuró felizmente

El conductor pareció comprender y, guiñándole un ojo, abrió la puerta.

Dicho esto, bajó del autobús y se fundió en un gran abrazo con la chica de sus sueños.