III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Cuando el destino te sonríe

Patricia Pugnairé, 16 años

                  Colegio Canigó (Barcelona)  

Copenhague, 1885.

      Estaba cansado de permanecer encerrado en mi oscuro despacho viendo como caía la lluvia tras la ventana. La mayor parte del año teníamos un clima húmedo y frío que me retenía en casa, por lo que cuando hacía buen tiempo aprovechaba para salir. Este era uno de aquellos días en que el sol resplandeciente, el cielo despejado y la temperatura templada invitaban a pasear.

      Cogí el sombrero de copa y el abrigo en el vestíbulo, me despedí de mi madre y crucé el jardín que me separaba de la acera. Caminaba lentamente mientras pensaba en lo que podría haber sido mi vida y en lo que era en realidad, pero como no soy pesimista, creía que mi suerte cambiaría algún día y encontraría la felicidad anhelada.

      A lo lejos vi el parque en el que jugaba cuando era niño y quise acercarme, una vez más, y sentarme en uno de sus bancos de madera en los que daba el sol. Frente a mí, tres niños pequeños jugaban con la pelota. Recordé mi infancia, cuán dichosa había sido. En aquella misma hierba había pasado horas y horas, pero aquellos tiempos se habían ido y nunca más volverían.

      De repente, oí unos gritos que me devolvieron a la realidad. Uno de los niños estaba en el suelo. Me levanté y me dirigí hacia él.

      -¿Qué te pasa, pequeño? ¿Te has hecho daño? –le pregunté mientras me inclinaba para ponerme a su altura.

      -Tengo una rascada en la rodilla –dijo muy apurado.

      -Bien, ahora te la miraré. ¿Dónde está tu mamá?

      -En el banco de allí –contestó, señalando a una dama vestida completamente de negro sentada junto a una niñera uniformada y un cochecito azul marino de enromes ruedas blancas.

      Le bajé los calcetines para contemplarle la herida, que no paraba de sangrar. Lo cogí en brazos y fui con él en busca de su madre. Conforme me iba acercando, el rostro de aquella mujer se me iba haciendo más y más familiar. Pero no estuve seguro de quién era hasta que no la tuve enfrente.

      -Señora Welling... –pronuncié nervioso, extraño al no poder llamarla por su nombre de pila, como tantas veces había hecho. Ella se quedó mirándome fijamente, sin saber qué decir- Su pequeño se ha caído y está herido. Si quiere podemos llevarlo a mi casa, donde mi padre puede curarlo.

      -Prefiero no molestarles. Mary y yo podemos llevarlo a casa y vendarle allí la herida. No hace falta que… - dijo tímidamente.

      Al final accedió y fuimos a mi casa, donde mi padre examinó la herida de Harry y mi madre nos sirvió té con pastas en la sala de estar.

      -Sí, me casé hace cuatro años y medio con un conde escocés y nos fuimos a vivir a Edimburgo. Él murió hace unos meses, sin llegar a conocer a nuestra pequeña hija. Me trasladé entonces a Copenhage para vivir con mis padres.

      -No la había visto nunca en todo este tiempo –dije.

      -Puedes tutearme, como en los viejos tiempo. Ya importa poco la burocracia –hizo una pausa-. He pasado estos meses encerrada en casa, deprimida y sin saber qué hacer.

      -Siento lo de tu esposo.

      -¿Y tú. qué has hecho durante todos estos años?

      -Continúo trabajando en el banco, los fines de semana voy al campo a montar a caballo y de vez en cuando viajo a París o a Viena para distraerme –hice una pausa, porque aún titubeaba si debía o no decir lo que pensaba.

      La miré a los ojos, estaba tan bella como siempre, los años no habían pasado por ella. Nadie hubiera dicho que era viuda y madre de cuatro hijos. ¡Cuántas experiencias para una joven de veinticuatro años! Sin dudarlo más, le solté aquello que hacía tiempo que quería decirle:

      -Aún recuerdo cuando fuiste mi prometida.

      Ella bajó la mirada, un poco avergonzada.

      -Sí, fue una lástima. Hubiéramos sido felices. pero mis padres no me respaldaban y me obligaron a casarme con él. Nunca te hubiera dejado así si hubiera podido evitarlo pero, desgraciadamente, ya es demasiado tarde.

      -No digas tonterías, Elizabeth. Nunca es demasiado tarde. Tú eres viuda, libre y joven para rehacer tu vida.

      -Tienes razón, soy libre, pero… Tengo cuatro hijos, no estoy sola. Ya nada es lo mismo que antes.

      -Por favor, si tú quisieras… A mí no me importa. Los cuidaría como si fueran mis propios hijos. En todos estos años no he podido enamorarme de ninguna mujer porque nunca he dejado de quererte –callé un momento.

      Ella me miraba y sus ojos me decían que sentía lo mismo que yo, aunque no salía ni una sola palabra de su boca.

      -No quiero presionarte, querida, tan sólo decirte que si algún día lo deseas, me gustaría casarme contigo, formar una familia y pasar juntos el resto de nuestros días.

      -Pero los niños…, se tendrían que habituar a ti.

      Durante los siguientes meses cada día, al salir del banco iba a casa de Elizabeth, hablábamos y jugaba largas horas con sus hijos. Nos fuimos conociendo, hacíamos excursiones al campo, me llevaba a los dos mayores a montar a caballo, íbamos a la feria, les enseñaba fotografías de mis viajes…

      Superé la prueba un día de Navidad, un año después del fortuito encuentro en el parque. Mientras los niños abrían los regalos, Harry me llamó y me dijo: “¡Papá, ven! Quiero enseñarte el caballo de madera que me ha traído Santa Claus”. Me quedé mirándole, sin saber qué decir. Elizabeth me indicó con la mirada que fuera junto a su hijo. Tras la celebración, cuando los niños estaban ya acostados, me llamó a un aparte.

      -Ya te conocen y te quieren. Te han aceptado como padre.

      -¿Eso significa que ya puedo formar parte de la familia?

      Ella movió la cabeza afirmativamente. La tomé entre mis brazos y le besé la frente.

      Nos casamos la primavera siguiente. Por fin cumplí mi sueño de juventud de convertirla en mi esposa. ¿Sabéis? A veces, y tras mucho sufrimiento, el destino nos sonríe.