I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

Cuando me fui

Marta Castaño, 17 años

                  Colegio Miravalles (Pamplona)  

     Me marché sin mirar atrás, cantando tristes melodías. No volví la cabeza para no contemplar, por la sucia ventanilla, como tu figura se iba haciendo cada vez más pequeña, hasta desaparecer por completo entre el humo. No quería irme, pero tampoco podía quedarme. La gran ciudad aguardaba mi llegada. Al faltarme tú, apenas tenía ánimos para ganármela y triunfar en sus calles.

     El vagón era acogedor. Olía a tabaco de pipa y a café expreso. La combinación de estos tres olores me hacía comprender que no estaba en mi hogar, que mi casa quedaba lejos y que tú no estabas. Era un tren verde. Decidí ponerle un nombre para distraerme, “El vagón de la esperanza”, ese vagón que me llevaba lejos de ti con muy pocas posibilidades de volver a ver tus ojos y de escuchar tu voz. Estaba distraída con estos pensamientos cuando me dormí y soñé que venías conmigo, que te dormías en el sillón a mi lado y soñabas lo mismo que yo. El traqueteo impertinente y monótono me despertó después de unas horas. Ya era tarde y el sol iba cayendo. Pero no era ese mismo sol alegre que observábamos ocultarse cada anochecer, sino un sol triste e incierto que caía resignado, dejando paso a la impávida noche y a su luna gris de otoño.

     Me levanté cansado de todo y paseé de un lado a otro del vagón entre todos sus pasajeros. Una chica joven, con un bebé, me recordó tu cara de niña virgen y en sus ojos vi los tuyos y en su rostro tu tristeza. Entonces noté una lágrima cayendo por mi mejilla y un suspiro rompió mi alma en mil pedazos. Soportando el dolor avancé hasta llegar a la cafetería, me senté en una banqueta de acero y pedí un café a un viejo camarero que servía desde ensaladas hasta paquetes de pequeños cigarros puros. El café vaporoso despedía un olor intenso. Me lo bebí de un trago, abrasando mi garganta sin sentir daño alguno. Regresé, por el mismo camino por donde había venido hasta mi asiento y me desplomé como un muñeco de trapo.

     El viaje había sido demasiado largo pero no bastaba para olvidarte, ni bastarían mil años. Tenía que bajarme en la siguiente estación. El tren disminuía la velocidad y al son de las ruedas fui recogiendo mi cuantioso equipaje, que pesaba mucho más que cuando lo había subido. Mis manos, a duras penas conseguían acarrearlo por los pasillos hasta la puerta de salida. Por fin la locomotora se detuvo. Me apeé el primero dejando atrás “El vagón de la esperanza” y con él a todos sus ocupantes, entre ellos aquella joven, con cara de chiquilla, que podías haber sido tú.

     Entré en la estación. Era inmensa y antigua, salpicada de motas de carbón. Me dirigí al primer teléfono para pedir un taxi. Salí a la calle a esperarlo. Llovía a cántaros, pero no me importaba. La lluvia no me molestaba. Llegó el coche. Un conductor rollizo me ayudó a meter rápidamente el equipaje en el maletero. Nos subimos en los mohosos asientos de delante y hablamos de temas poco trascendentes. Al cabo de unos minutos de monotonía llegamos al edificio donde se encontraba el apartamento en el cual viviría a partir de ese momento.

     Entré en el portal, subí por unas escaleras cenicientas hasta el último piso y metí la llave en la cerradura. La puerta se abrió sin dificultad. La cocina era pequeña, pero bastaba para preparar ligeros tentempiés, tampoco iba a tener más tiempo. Retrocedí al salón y me eché en el sofá con un diminuto gato gris, que encontré junto a la caldera. Y volví a entonar esas canciones que tanto nos gustaban, las que escuchábamos cuando estábamos juntos. Me sentía agotado, tanto espiritual como físicamente. Aun así, mi cabeza se encontraba desbordante de pensamientos que no me dejaban conciliar el sueño.

     A la mañana siguiente me desperté sin saber cuanto tiempo había dormido, sin recordar lo que había soñado y con una terrible jaqueca. Me puse la americana azul marina y salí a la calle, regada por la tormenta nocturna. La luz del sol era aun etérea, pues era muy temprano. Aquella mañana sería yo quien inaugurase la oficina. Siempre es importante la primera impresión que causas a tus superiores.

     Fue un día muy extraño. Sin embargo, al llegar a casa me sentí satisfecho de lo que había conseguido en tan poco tiempo. Los jefes eran muy amables conmigo y me pareció que me apreciaban. Mi padre les había hablado de manera excelente de mis aptitudes para ese trabajo. A pesar de que mi padre me había conseguido un puesto en una oficina junto a gente importante, no se había parado a pensar en mis otros deseos, en mis sentimientos. Y menos aun en mi amor hacia ti.

     Y así pasaron los días. Y los días se convirtieron en semanas. Y las semanas en meses. Ya no sabía qué hacer sin tener una noticia que me dijera que te encontrabas bien y seguías pensando en mí como lo hacía yo cada noche cuando cerraba los ojos.

     Un día recibí una carta breve sin remite:

     “El dolor de no verte crece cada minuto. Sin ti mis días son vanos. Entiendo que lo nuestro no puede ser, pero pienso en ti cada noche y creo que tú también. Lo siento en ese segundo antes de dormir; te siento a mi lado. Te quiero.”

     Comprendí que aquel tren marcó mi destino para siempre. Me había alejado de ti y de todo lo que realmente era mi vida.