XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

Cuatro o cinco
pasos sencillo

Jimena Rosique, 17 años

Colegio Altozano (Alicante)

Tomás adora dos cosas en esta vida. La primera, el helado; la segunda, un espacio silencioso, fuera de todo escándalo, que le permita descansar en paz. Un dulce helado y un lugar para desconectar de su pensamiento.

No suele pasar tiempo en su dormitorio. Prefiere usar las zonas comunes de la institución, pero trata de evitar aquellas que, por las tardes, se vuelven más bulliciosas a causa de los juegos de cartas o las conversaciones triviales. Tomás también disfruta de pasar tiempo en compañía. Aporta lo justo y necesario a los debates que se dan a su alrededor, pues escucha activamente para atesorar cada expresión: cuando Isidoro golpea la mesa para enfatizar, cuando José acaricia el nacimiento de su pelo en busca de una palabra. Lo cierto es que le parece cómica la manera en la que se enzarzan en disputas absurdas alrededor de una mesa con tres tazas de chocolate caliente. Mientras la lluvia azota las ventanas, se da cuenta de que no detesta estar allí.

Sin embargo, hay días donde no tiene ganas. Es normal –a todo el mundo le pasa de vez en cuando–, así que opta por sentarse en su escritorio y adelantar los apuntes que tuviera atrasados. Deja que la luz de la lámpara empape los folios, que el bolígrafo azul entone su propia melodía sobre el papel, que la madera chirríe, que la tarima de pasillo cante mientras alguien se acerca. Hay un momento en el que los chirridos se detienen. Tomás frunce el ceño cuando nota que se han parado ante su puerta. Como no tiene la habilidad de reconocer a quien pertenecen las pisadas, reza para que no correspondan a alguien que le haga volver a su malhumor habitual.

Suenan tres golpes de nudillo sobre su puerta. Tomás cierra los ojos, a la espera de cualquier cosa.

–¿Tomi? 

Es José quien, casi en un susurro, le pregunta desde afuera. Tomás suspira con alivio.

–Puedes pasar –responde antes de volver a concentrar la mirada en los ejercicios de geografía física que tiene delante y que le resultan tan entretenidos.

La puerta se abre con cuidado y se cierra casi con la misma delicadeza. Cuando Tomás alza la vista, se encuentra con José, inmóvil. Tomás no está seguro de qué debe decirle, pues no sabe qué ha venido a buscar en su habitación. No le gusta que la gente asalte su espacio, porque significa derrumbar las compuertas del castillo donde se siente seguro. Pero, por alguna razón que todavía no entiende, con José es capaz de hacer una excepción.

Permanecen en silencio lo que parecen horas, hasta que el visitante se decide hablar:

–He tenido una semana de mierda.

Es directo, no se corta al expresar lo que siente. A modo de respuesta, Tomás le mira confundido. No sabe qué necesita. ¿Quizá un abrazo? ¿quizá palabras de ánimo?

–¿Me quieres contar por qué? –deja el bolígrafo en la mesa y se gira para encararlo.

–No –José hace una pausa. –Ha sido la suma de muchas cosas, pero no quiero nombrar ninguna de ellas.

Tomás asiente; no es quien para obligarle a hablar. Entonces tantea el terreno. De pequeños, su hermano le daba cuatro opciones cuando él se sentía mal: hablar de lo sucedido, hablar de otro asunto, quedarse en silencio uno junto al otro, o dejarle solo.

–¿Te apetece que hablemos de cualquier otra cosa? 

–No –susurró–. No sé ni lo que quiero.

–Y qué tal pasar un rato callados. Los dos –escupe, temeroso de que el otro se asuste.

José asiente con la cabeza y Tomás se permite respirar. Dar abrigo no es su fuerte, a pesar de que sienta la necesidad de contagiar la paz al hombre que se encuentra frente a él. Piensa, maquina... No hay otra silla en su cuarto, y no le hará sentarse en el suelo, porque es invierno y el piso tiene que estar muy frío. Echa un vistazo alrededor y concluye, menos molesto de lo que debería, que puede dejar que se acomode su cama. Que la invada. Que derribe los contrafuertes de su muralla. Que haga temblar sus morteros. Que resquebraje techos y bóvedas.

Toma aire. 

–Puedes tumbarte –deja caer, de manera sutil.

Recibe una amplia sonrisa como respuesta, con las comisuras de unos labios llenos de heridas a causa del viento y la sequedad. 

«Cuántas veces le habré repetido que se ponga un poco de cacao», piensa Tomás.

Intenta sonreír con la misma magnitud, y aunque no es capaz, sus ojos no mienten. Le transmiten a José la seguridad de que todo estará bien mientras él siga ahí.

Vuelve a fijar la mirada en un océano de tinta azul y cálculos sencillos. Escucha los pasos de José tras él, ligeros, como si temiera romper la madera del suelo. Escucha el roce de las sábanas, los cánticos de los muelles del colchón, que se quejan por tener que soportar un peso distinto, los murmullos cuando José intenta aclimatarse, dejarse abrazar por la calidez que la cama le proporciona. De inmediato se hace el silencio. Tomás no se atreve a alzar la vista.

La habitación vuelve a disfrutar de los mismos sonidos de antes de la visita: el rascar del bolígrafo, el vuelo de los folios y madera destensándose. Cuando Tomás se concentra nuevamente en la partitura de los objetos inanimados, se une un nuevo sonido. Es una respiración, unos suspiros sutiles, apenas audibles, que antes no estaban pero que terminan por completar la pieza musical. 

Alza la mirada y se fija en José, que está durmiendo. Entonces se da cuenta de que a su hermano se le olvidó una quinta opción: la calma de una presencia mutua. Sonríe. Espera que José pueda descansar de todos sus problemas.