I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

Cuento de tarde

Adela Solís García, 17 años

                 Colegio Montealto, Mirasierra (Madrid)  

     La abuela y la niña gastaban la tarde en el banco verde. A las cinco y diez el sol de vendimias quemaba fuerte y los carrillos de ambas se coloreaban.

     En la calle de enfrente, el colegio Las Chapas despedía uniformes, vestidos y corbatas que se desperdigaban en segundos a sus casas como hormigas al hoyo. Se oían de fondo peroratas, risas, griterío y bocinas. Se olía el tubo de escape de los coches y el salchichón de las meriendas.

     Entretanto, doña Mariana rumiaba acerca de los gastos del mes, los excesos y las restricciones hasta un nuevo día uno en el calendario. Los zapatos de Marta tendrían que esperar. También habría que cambiar el lenguado por boquerones.

     Era doña Mariana una abuela corriente, con las preocupaciones de cualquier mujer. Pelo cardado y perfume fuerte, falda hasta por debajo de las rodillas, blusón abotonado y pañuelo al cuello. De siempre había vivido en Toledo y no recordaba más allá de sus murallas otra cosa que no fuera un pueblo de poca monta cerca de Illescas, donde un día su padre le llevó de romería. Le impresionó en demasía la Virgen de la ermita que, aunque chica, lucía una carita que encendía los corazones.

     Marta, su nieta de siete años, la adoraba. Todas las tardes, la abuela llevaba a la nena recién salida de la escuela a pasear por las calles centrales de Toledo, hasta pararse en aquel banco de La Candelaria a desgastar su pintura. Eso mismo había hecho la mamá de doña Mariana, doña Herminia, cuando la primera anciana llevaba vestido. Fue una mujer de gran seso y mayor corazón. Entendía que la vida necesitaba paseos para airear las preocupaciones, pensar en el mañana y dejar volar el espíritu observando el mundo. Doña Herminia observó todo lo que la gente veía y lo que no. Por eso sabía más que nadie y amaba más que nadie también; de ahí su seso y corazón.

     Marta tenía aquella inquietud de mirarlo e imaginarlo todo, como su tatarabuela, aunque ella no lo supiera, pues nunca la conoció, ni en vida ni en retrato. La niña miraba a los chavales salir de la escuela con sus libros y sus historias. Muchas niñas de lazo pasaban a su orilla cogida una mano a su tata y la otra a su muñeca. Entonces Marta miraba dentro de su saco de estampas y lo cerraba aprisa guardando un secreto. Ella no ignoraba que sus cromos eran magia. Nadie lo sabía, pero encerrados por aquel cordón estaban su polichinela, Peter Pan, la casita de Hansel y Gretel y el mundo de “Nunca Jamás”.

     Cada tarde Marta jugaba a ser princesa. En aquellos minutos había estado a la vez en China y en la luna. También un día voló y otro conoció a Oliver Twist, que le regaló un penique. Marta lo guardaba en el saco.

     Sus ojos no pestañeaban hasta que el último niño se perdía en la curva y el bedel cerraba la puerta corriendo el cerrojo. Aún esperaba doña Mariana largos minutos hasta que el silencio lamía las fachadas. El sol se esquinaba entonces tras un tejado alto.

     Gesto habitual en la abuela, que suspira y mira el reloj de pulsera.

     -Vamos, Martita. Se hace tarde -le dice revolviéndole el pelo-. Ya hemos visto suficiente mundo por hoy.

     Abuela y nieta se levantan del banco verde. Son dos emes, una minúscula y otra cursiva, que van dejando su sombra en el empedrado. Caminan juntas, mudas. La abuela recuerda entonces que dejó hirviendo unas parcas acelgas para la noche; el agua se habrá consumido ya. Doña Mariana tira de la mano de su nieta, que a pasos más cortos gira la cabeza mirando primero Las Chapas y luego el banco, como desprendiéndose de algo. Aquella tarde, a Marta se le olvidó meter en el saco una cosa: la pintura verde.

     Mañana volverán, se dice. Y una mañana Marta llevará a sus nietos al mismo banco de La Candelaria y sólo ese día se dará cuenta de que, junto a la pintura verde y el penique de Oliver Twist, en el fondo del saco siempre estuvo, sin saberlo, una hache de gran seso y mayor corazón que la miraba y enseñó a mirar.

     Mañana volverán. Sonríe la niña y besa a su abuela, mientras imagina que es el capitán de un velero que navega viento en popa por un dorado mar.