VI Edición
Curso 2009 - 2010
De Berlín a España
Inés Díaz Argelich, 15 años
Colegio Canigó (Barcelona)
Llegamos a la estación central de Berlín. El tren escupía humo. El andén número diez estaba abarrotado de todo tipo de gente: viajeros y mozos de equipaje, maquinistas y revisores.
Edith me agarraba la mano con fuerza. Podía oír su rápida respiración a pesar del ruido que invadía el andén. Apenas conseguíamos abrirnos camino entre la muchedumbre. Sin embargo, mis pensamientos volaban lejos de allí. Meditaba en el viaje que íbamos a emprender, que me alejaría de mi patria, Alemania, y de muchas personas queridas. Hacía tiempo que en Berlín se vivía un ambiente de desesperación. Cuatro duros años de guerra habían dejado una huella imborrable y marcado la vida de miles de personas; habían sumido a Berlín en la angustia y en el dolor, en el hambre y en un único objetivo: la supervivencia.
Recordé con nostalgia todos los años que habían pasado antes de que llegara la guerra. Qué lejos quedaban aquellos días de alegría y tranquilidad, aquellas tardes que paseábamos por las calles con mi prima Karin, en las que jugábamos a imaginar que todo era un cuento de hadas. Con cuánto cariño recordaba los días en los que nos reuníamos toda la familia y cantábamos al son del piano que tocaba el tío Max. En ese momento me di cuenta de lo afortunada que era entonces por tener cerca a todas las personas que quería. Y con estos recuerdos, maldecía la guerra que estaba destruyendo tantas vidas, hundiendo en la desesperación a miles de personas y que me separaba de mi querida familia y de mi hogar.
-Rose, cariño -me dijo una voz suave–. El tren está a punto de salir. Dentro de unos minutos, tendréis que subir.
Asentí con un movimiento de cabeza. Era tan grande mi desesperación que un nudo en la garganta me impedía hablar.
-Pero antes de eso... -siguió diciendo mi madre, a la vez que me entregaba un sobre-, aquí está la dirección y el nombre de la familia que os acogerá durante esta temporada. Os esperarán en la estación de Francia, cuando lleguéis a Barcelona. No os separéis de “Freilan Vilma” y acordaos de que tenéis que hacer transbordo en Portbou, en la frontera hispano-francesa. No os preocupéis, que todo irá bien. Mercedes Campmany es una amiga de la infancia y le hace mucha ilusión acogeros en su casa. En cuanto la situación mejore, volveréis.
Le temblaba la voz y una lágrima le resbaló por la mejilla. Nos abrazamos. En un susurro me dijo:
-Cuida bien de Edith.
Asentí con la cabeza.
El silbido del tren anunció que iba a partir de un momento a otro. Subimos al vagón y buscamos el compartimento en el que estaba “Freilan Vilma” con los otros niños. Nos sentamos al lado de la ventanilla. Entre la multitud distinguí a mi madre que nos agitaba la mano. El tren se puso en marcha y me asomé por la ventana. La figura de mi madre se volvía cada vez más pequeña, hasta que desapareció. Miré a Edith. Sus ojos azules reflejaban el miedo y su rostro estaba bañado en lágrimas. La abracé con fuerza.
A medida que avanzábamos, el traqueteo y el efímero paisaje que dejábamos atrás nos adormecía. ¿Qué sorpresas nos aguardaban en España? Miré a Edith, que estaba durmiendo apoyada en mi hombro. Recordé otra vez todos los momentos que había pasado en Berlín al lado de mi familia. ¿Volveríamos a estar todos juntos algún día?
Recordé las palabras de mamá, que se me habían grabado en la mente y que jamás olvidaría: “A pesar de las distancias, a las personas que se quieren no se les puede separar porque hay una unión que nunca se quiebra y que acorta las distancias”. Sonreí y volví a a tener esperanza.
La lluvia golpeaba la ventanilla. Se me estaban cerrando los párpados y apenas distinguía las figuras que me rodeaban...